Democracia, distracción ideal

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    Antaño había reyes. Todos podían estar de acuerdo en odiar al rey porque era rico y estaba bien alimentado, mientras que la mayoría de sus secuaces no lo eran.

    Entonces, se inventó un sistema más efectivo: la democracia. Sus creadores tenían en mente un sistema mediante el cual el pueblo pudiera elegir a su líder de entre ellos mismos, obteniendo así un líder que los comprendiera y los representara.

    Quienes entre el pueblo deseaban gobernar, encontraron en poco tiempo la manera de manipular el nuevo sistema para que les permitiera, en efecto, ser reyes. Pero hacerlo entre bastidores, manteniendo la ilusión de democracia.

    La fórmula consiste en crear dos partidos políticos opuestos. Cada uno está liderado por alguien que se presenta como “representante del pueblo”.

    Luego, ambos partidos se presentan como si tuvieran visiones opuestas sobre el gobierno. Poco importa cuáles sean las diferencias. De hecho, las diferencias pueden ser tan oscuras y arbitrarias como, por ejemplo, los derechos de los homosexuales o el aborto, y funcionarán tan bien como cualquier otra diferencia. Lo que importa es que ambos partidos se opongan enérgicamente el uno al otro en los asuntos declarados, enfureciendo al electorado.

    Una vez que cada grupo odia al otro “por principios”, todo está en orden. En ese punto, han logrado distraer al electorado. El electorado ahora cree que ‒sean cuales sean los asuntos inventados‒ son cruciales para la gobernanza ética del país.

    Y lo que es más importante, el electorado realmente cree que su bienestar futuro depende del resultado de las próximas elecciones; que éstas decidirán si prevalecerá su propia opinión sobre aquellos asuntos.

    En una dictadura, los líderes intentan convencer al pueblo de que apoye la dictadura, afirmando que más de 90% del pueblo votó por el dictador. Pero ésto es un pensamiento primitivo. Resulta en el mismo sentimiento antilíder que asoló a los reyes.

    Es mucho mejor que la gente ignore quiénes son sus verdaderos gobernantes, y se centre en los candidatos, que son meros actores secundarios y cambian según sea necesario.

    Y, en un país donde la ilusión de democracia se ha refinado, los gobernantes comprenden que las elecciones no deben resultar en una victoria aplastante para un partido u otro. Todo lo contrario. Si se organizan eficazmente, las mejores elecciones son aquellas que resultan en un quasi empate 51% a 49%.

    Ésto garantiza que el 49% no pierda la esperanza; que se sienta frustrado y enojado por su quasi derrota, y redoble sus esfuerzos en las próximas elecciones para lograr la victoria. Y el 51% se enjugará la frente aliviado por haber ganado, pero temerá perder su escasa ventaja la próxima vez.

    Ambos partidos deben mantener la esperanza y el miedo. Manténgaselos enfocados el uno en el otro, odiándose mutuamente, y nunca descubrirán quién a ambos candidatos como marionetas. El foco nunca debe estar en la verdadera clase dirigente.

    También es fundamental cambiar de ganador con frecuencia. La pelota debería rebotar de un partido a otro con frecuencia, permitiendo que cada partido ganador deseche los logros reales del otro al tomar el poder.

    Sin embargo, igual de importante es que el nuevo partido ganador no anule los logros más opresivos del partido anterior. De esta manera, es posible que los únicos logros de largo plazo sean el creciente poder del gobierno sobre la población, no los avances para la población.

    Y, por supuesto, por definición ésto significa que los verdaderos gobernantes, el grupo perenne de individuos que controla a los elegidos, expanden continuamente su poder y riqueza a expensas del electorado.

    ¿Pero qué hay de los propios candidatos? ¿Reconocen que son meros peones en el juego?

    Idealmente, no. En cualquier momento dado, en cualquier sociedad, hay suficientes personas cuyo ego supera sus capacidades. Estas personas son ideales como candidatos, ya que tienden a amar el protagonismo, pero cederán fácilmente a los deseos de quienes hicieron posible su candidatura. Ningún candidato en las altas esferas llega a un cargo sin deberle su alma a sus partidarios. Ésto garantiza que, a pesar de su bravuconería pública, permanezcan bajo el control de sus amos.

    Lo extraordinario de este panorama es que es posible que la población descubra la estafa y, sin embargo, siga creyendo que vive en un sistema democrático, en el que su voto puede decidir el futuro del país.

    Cada vez más, sobre todo en Europa y Norteamérica, la ciudadanía se está dando cuenta de que el estado profundo gobierna colectivamente los países. Entienden que este grupo de personas, en gran medida invisible, son los verdaderos gobernantes, pero imaginan vanidosamente que, de alguna manera, los líderes títeres que eligen, tienen el poder de lograr una solución.

    Una y otra vez, por muy inflexibles que se muestren las marionetas en su afán por seguir la voluntad del pueblo y salvar el día, en todos los casos, las esperanzas de la gente se ven frustradas y la política nacional vuelve a la normalidad.

    En todos los casos, los verdaderos líderes crean los problemas, se aprovechan de ellos, presentan al gobierno como la solución, y vuelven a aprovecharse.

    En todos los casos, el electorado paga las consecuencias y, en lugar de rebelarse, espera vanamente que las próximas elecciones les proporcionen un grupo de marionetas que realmente los liberen del mal.

    Lo asombroso no es que el estado profundo viva sólo para sus propios fines, sino que la población reconozca su existencia y aún imagine que es posible cambiar el statu quo.

    El voto no está destinado a contar. Está destinado a ser el pacificador que es introducido periódicamente en la boca del público, cuando éste se enfada y debe someterse a los reyes.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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