Libertad y Propiedad

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    [Este artículo/folleto fue presentado originalmente como conferencia en la Universidad de Princeton (New Jersey, EE.UU.) en Octubre de 1958, en la 9ª Reunión de la Sociedad Mont Pèlerin].

    Las políticas del individualismo y del capitalismo, así como su aplicación a las cuestiones económicas, no necesitan defensores ni propagandistas. Los logros y las conquistas hablan por sí mismos. Ludwig von Mises

    I

    A finales del siglo XVIII prevalecían dos nociones de libertad; y cada una de estas nociones era muy diferente de lo que tenemos en mente hoy respecto de la libertad.

    La primera de estas concepciones era puramente académica, y no tenía aplicación a la conducción de los asuntos políticos. Fue una idea derivada de los libros de autores antiguos, cuyo estudio constituía entonces la esencia de la educación superior. A los ojos de estos escritores griegos y romanos, la libertad no era algo que debiera ser concedido a todos los hombres. Era un privilegio de la minoría que se le negaba a la mayoría. Lo que los griegos llamaban democracia no era, en la terminología actual, lo que Lincoln llamaba gobierno del pueblo, sino más bien oligarquía ‒la soberanía de ciudadanos plenos, en una comunidad en la que las masas estaban compuestas por extranjeros o esclavos. Incluso esta libertad bastante limitada después del siglo IV a.C. no fue tratada por filósofos, historiadores y oradores como una institución constitucional práctica. Para ellos, esta libertad era una característica de un pasado irremediablemente perdido. Lamentaban el paso de aquella época dorada, pero no conocían ningún método para regresar a ella.

    La segunda noción de libertad no era menos oligárquica, aunque no estuviera inspirada en ninguna reminiscencia literaria. La ambición de la aristocracia terrateniente ‒y a veces también de los patricios urbanos‒ era preservar sus privilegios frente al creciente poder de los reyes absolutistas. En la mayor parte de la Europa continental, los príncipes salieron victoriosos de estos conflictos. Sólo en Inglaterra y los Países Bajos la pequeña nobleza y los patricios urbanos lograron derrotar a las dinastías. Sin embargo, lo que lograron no fue la libertad para todos, sino la libertad sólo para una élite, para una minoría del pueblo.

    No debemos condenar como hipócritas a los hombres que en aquella época elogiaron la libertad preservando las deficiencias e impedimentos de carácter jurídico de las mayorías, incluidas la servidumbre y la esclavitud. Se encontraron ante un problema al que no sabían cómo resolver satisfactoriamente. El sistema de producción tradicional era demasiado restringido para una población en constante crecimiento. Era cada vez mayor el número de personas para las que no había espacio, en el pleno sentido del término, dejado por los métodos precapitalistas de agricultura y artesanía. Estos supernumerarios eran pobres hambrientos. Estos individuos constituían una amenaza para la preservación del orden social existente. Y durante mucho tiempo nadie pudo pensar en otro orden, en otro estado de cosas, que pudiera alimentar a todos estos pobres desgraciados. No había manera de garantizarles plenos derechos civiles, y mucho menos de darles participación en la gestión de los asuntos estatales. El único recurso que conocían los gobernantes era mantenerlos callados mediante el uso de la fuerza.

    II

    El sistema de producción precapitalista era restrictivo. Su base histórica fue la conquista militar. Los reyes victoriosos habían donado las tierras a sus paladines. Estos aristócratas eran señores en el sentido literal de la palabra, pues no dependían del patrocinio de los consumidores que, en el mercado, compran o se abstienen de comprar. Por otra parte, los propios aristócratas constituían los principales clientes de las industrias procesadoras las que, bajo el sistema gremial, estaban organizadas según un esquema corporativo. Este plan se oponía a la innovación. Prohibió la desviación de los métodos de producción tradicionales. El número de personas para las que existían puestos de trabajo, incluso en la agricultura o en las artes y artesanías, era limitado. En estas condiciones, muchos hombres, para usar las palabras de Malthus, han tenido que descubrir que “en el poderoso banquete de la naturaleza no queda lugar para ellos”, y que “ella [la naturaleza] les ordena que se vayan”.[[1]] Sin embargo, algunos de estos marginados lograron sobrevivir, engendraron hijos e hicieron que el número de los indigentes creciera desesperadamente cada vez más.

    Pero luego llegó el capitalismo. Es común ver las innovaciones radicales que trajo el capitalismo al reemplazar los métodos más primitivos y menos eficientes de los talleres artesanales por la fábrica mecánica. Ésta es una visión más bien superficial. La característica del capitalismo que lo distinguía de los métodos de producción precapitalistas era su nuevo principio de mercado. El capitalismo no es simplemente producción en masa, sino producción en masa para la satisfacción de las necesidades de las masas. Las artes y artesanías de los viejos tiempos satisfacían casi exclusivamente las necesidades de los ricos. Pero las fábricas producían bienes baratos para la mayoría. Todas las primeras fábricas que aparecieron estaban diseñadas para servir a las masas, los mismos estratos que trabajaban en las fábricas. Estas fábricas servían a estas masas ya sea mediante el suministro directo o indirectamente, a través de las exportaciones, proveyendo así alimentos y materias primas de origen extranjero. Este principio de mercado fue la firma del capitalismo temprano, así como del capitalismo actual. Los propios empleados son los clientes que consumen la gran mayoría de todos los bienes producidos. Son los consumidores soberanos los que “siempre tienen la razón”. Su compra o su abstención de comprar determina qué se debe producir, en qué cantidad y con qué calidad. Al comprar lo que más les conviene, provocan que ciertas empresas obtengan beneficios y se expandan, mientras que otras pierden dinero y se contraen. De esta manera, van transfiriendo continuamente el control de los factores de producción a manos de los empresarios que tienen más éxito en satisfacer sus necesidades. Bajo el capitalismo, la propiedad privada de los factores de producción cumple una función social. Los empresarios, capitalistas y terratenientes son, como es de hecho el caso, los representantes de los consumidores, y su mandato es revocable. Para hacerse rico no basta con haber ahorrado y acumulado capital una vez, Es necesario invertirlo una y otra vez en aquellas líneas de producción en las que el capital satisface mejor los deseos de los consumidores. El proceso de mercado es un plebiscito que se repite diariamente, y que inevitablemente expulsa de la posición de individuos exitosos a aquéllos que no emplean su propiedad de acuerdo con las órdenes dadas por el público. Pero las corporaciones, blanco del odio fanático de todos los gobiernos contemporáneos y de los autoproclamados intelectuales, adquieren y conservan dimensiones mayores sólo porque trabajan para las masas. Las fábricas que proporcionan lujos a unos pocos individuos, nunca alcanzan un gran tamaño. La deficiencia, el fracaso de los historiadores y políticos del siglo XIX, fue no darse cuenta de que los trabajadores eran los principales consumidores de los productos industriales. En la visión de estos políticos e historiadores, el asalariado era alguien que trabajaba para el beneficio exclusivo de una clase parásita y ociosa. Razonaron bajo la ilusión de que las fábricas socavaban el sustento de los trabajadores manuales. Si hubieran prestado atención a las estadísticas, habrían descubierto fácilmente la naturaleza falaz de su comprensión. La mortalidad infantil ha disminuido; la esperanza de vida media se prolongó; la población se multiplicó; y la gente común disfrutaba de comodidades que incluso los ricos de épocas anteriores nunca habían soñado.

    Sin embargo, este enriquecimiento sin precedentes de las masas fue sólo un subproducto de la Revolución Industrial. Su principal logro fue la transferencia de la supremacía económica: de los terratenientes, a toda la población. El hombre común ya no era una bestia de carga que tenía que contentarse con las migajas que caían de las mesas de los ricos. Las tres castas parias características de los tiempos precapitalistas: los esclavos, los sirvientes; y aquellas personas a quienes los autores patrísticos y escolásticos, así como la legislación británica de los siglos XVI al XIX, llamaban pobres, han desaparecido. Los descendientes de estos individuos se convirtieron, en esta nueva configuración empresarial, no sólo en trabajadores libres, sino también en clientes, consumidores. Este cambio radical se reflejó en el énfasis que las empresas pusieron en los mercados. Lo que las empresas necesitan, en primer lugar, son mercados; y, de nuevo, de los mercados. Éste era el lema de la empresa capitalista. Mercados ‒significado: clientes, compradores, consumidores. Bajo el capitalismo, sólo hay un camino hacia la riqueza: servir a los consumidores mejor y más barato que al resto de las personas.

    Dentro de la tienda y de la fábrica, el propietario (o, en las corporaciones, el representante de los accionistas, el presidente) es el jefe. Pero esta posición de mando es sólo aparente y condicional. Está sujeto, sometido, a la supremacía de los consumidores. El consumidor es el rey, él es el verdadero jefe; y el fabricante está perdido, acabado, si no supera a sus competidores en ofrecer un mejor servicio a los consumidores.

    Ésta fue la gran transformación económica que cambió la faz del mundo. Rápidamente transfirió el poder político de las manos de una minoría privilegiada a las manos del pueblo. El derecho al voto de los adultos siguió el camino del empoderamiento impulsado por la industria. El hombre común, a quien el proceso de mercado había otorgado el poder de elegir al empresario y a los capitalistas, adquirió un poder análogo en el campo del gobierno. Se convirtió en votante.

    Economistas eminentes, creo que en primer lugar el difunto Frank A. Fetter, han señalado que el mercado es una democracia en la que cada centavo equivale a un voto. Sería más correcto decir que el gobierno representativo del pueblo es un intento por organizar los asuntos constitucionales según el modelo de mercado. Pero este diseño nunca podrá ser completamente realizado. En el terreno político, siempre prevalece la voluntad de la mayoría, y las minorías deben ceder ante ella. También sirve a las minorías, siempre que no sean tan insignificantes en número que pierdan importancia. La industria de la confección produce ropa no sólo para la gente común, sino también para los individuos de complexión más robusta. Y el sector editorial publica no sólo novelas del oeste y novelas policiacas para el público general, sino también libros para lectores exigentes. Hay una segunda diferencia importante. En la esfera política, no hay posibilidad de que un individuo o un pequeño grupo de individuos desobedezca la voluntad de la mayoría. Sin embargo, en el ámbito intelectual, la propiedad privada hace posible la rebelión. El rebelde tiene que pagar un precio por su independencia. No hay premios en este universo que puedan obtenerse sin sacrificios. Sin embargo, si un hombre está dispuesto a pagar el precio, tiene la libertad de desviarse de la ortodoxia o neo-ortodoxia predominante. ¿Cómo habrían sido las condiciones en la comunidad socialista para herejes como Kierkegaard, Schopenhauer, Veblen o Freud? ¿Para Monet, Courbet, Walt Whitman, Rilke o Kafka? En todas las épocas, los pioneros de nuevas formas de pensar y de actuar sólo han podido trabajar porque la propiedad privada hizo posible ignorar las costumbres de la mayoría. Sólo unos pocos de estos separatistas eran lo suficientemente independientes económicamente como para desafiar las opiniones mayoritarias del gobierno. Pero ellos, en el clima de la economía libre, encontraron, entre el público, personas dispuestas a ayudarlos y apoyarlos. ¿Qué habría hecho Marx sin su patrón, el industrial Friedrich Engels?

    III

    Lo que vicia completamente la crítica económica que los socialistas hacen del capitalismo es su incapacidad para comprender la soberanía de los consumidores en la economía de mercado. Sólo ven la organización jerárquica de las distintas empresas y planes, y no se dan cuenta de que el sistema de ganancias obliga a las empresas a servir a los consumidores. En sus relaciones con sus empleadores, los sindicatos actúan como si sólo la malicia y la codicia impidieran a los llamados directivos pagar salarios más altos. La miopía de los sindicatos no ve más allá de las puertas de las fábricas. Ellos y sus secuaces hablan de la concentración del poder económico, y no se dan cuenta de que el poder económico, en última instancia, está en manos del público comprador, la gran mayoría de los cuales son sus propios empleados. Su incapacidad para comprender las cosas tal como son, se refleja en metáforas inapropiadas como reino industrial y ducados industriales. Son demasiado obtusos como para ver la diferencia entre un rey o duque soberano, que sólo podría ser depuesto por un conquistador más poderoso, y un “rey del chocolate”, que pierde su “reino” tan pronto como los clientes prefieren patrocinar a otro proveedor. Esta distorsión está en la base de todos los planes socialistas. Si alguno de los jefes socialistas hubiera intentado ganarse la vida vendiendo hot-dogs, habría aprendido algo sobre la soberanía del consumidor. Pero estos líderes socialistas eran revolucionarios profesionales, y su único trabajo era incitar a la guerra civil. El ideal de Lenin era construir el esfuerzo productivo de una nación según el modelo del servicio postal, una organización que no dependiera de los consumidores, pues sus deficits eran cubiertos mediante la recaudación obligatoria de impuestos. “Toda la sociedad”, decía, “debería ser convertida en una oficina y en una fábrica”.[[2]] Lenin no veía que la naturaleza misma de la oficina y de la fábrica cambia por completo cuando se vuelven independientes en el mundo, y ya no dan a la gente la oportunidad de elegir entre los productos y servicios de varias empresas. Debido a que su ceguera le impedía ver el papel que desempeñan en el capitalismo el mercado y los consumidores, Lenin no podía distinguir entre la libertad y la esclavitud. Como a sus ojos los trabajadores eran simplemente trabajadores, y no también clientes, creía que ya eran esclavos bajo el capitalismo, y que su status no cambiaba tras la nacionalización de todas las fábricas y tiendas. El socialismo sustituye la soberanía de los consumidores por la soberanía de un dictador o de un comité de dictadores. Junto con la soberanía económica de los ciudadanos, desaparece también su soberanía política. El plan único de producción que anula cualquier planificación por parte de los consumidores corresponde, en el ámbito constitucional, al principio de partido único, que priva a los ciudadanos de toda posibilidad de planificar el curso de los asuntos públicos. La libertad es indivisible. Quien no tiene la capacidad de escoger entre varias marcas de conservas o de jabón, también está privado del poder de escoger entre varios partidos y programas políticos, y de elegir a los ocupantes de los cargos públicos. Tal individuo deja de ser hombre; se convierte en un peón en manos del ingeniero social supremo. Incluso la libertad de criar hijos le será arrebatada por la eugenesia. Por supuesto, los líderes socialistas nos aseguran ocasionalmente que la tiranía dictatorial durará sólo durante el período de transición desde el capitalismo y el gobierno representativo, hacia el milenio socialista, un milenio en el que los deseos y anhelos de todos recibirán plena satisfacción.[[3]] Tan pronto como el régimen socialista sea lo suficientemente seguro como para arriesgarse a airear sus críticas, la señorita Joan Robinson, eminente representante de la Nueva Escuela Británica en Cambridge, tiene la amabilidad de prometernos que se permitirá la existencia incluso de sociedades filarmónicas independientes.[[4]] Así, la liquidación de todos los disidentes es la condición que nos traerá lo que los comunistas llaman libertad. Desde este punto de vista, podemos entender también lo que otro distinguido inglés, el señor J. G. Crowther, tenía en mente cuando elogió a la Inquisición como “beneficiosa para la ciencia cuando protege a una clase ascendente”.[[5]] El significado de todo ésto es claro. Cuando todo el mundo se incline dócilmente ante un dictador, no habrá más disidentes que liquidar. Calígula, Torquemada, Robespierre,[[6]] habrían estado de acuerdo con esta solución.

    Los socialistas han impulsado una revolución semántica al convertir los significados de los términos en sus opuestos. En el vocabulario de su “neolengua”, como la llamó George Orwell, existe una expresión: “el principio del partido único”. Ahora bien, etimológicamente, partido deriva del sustantivo parte. La parte sin hermanos ya no se diferencia de su antónimo, el todo; es idéntico a él. Un partido sin hermanos no es un partido; y el principio del partido único es, de hecho, un principio de la inexistencia de partidos. Es la supresión de toda oposición. La libertad implica el derecho a elegir entre el asentimiento y el disenso. Pero en su neolengua significa el deber de asentimiento incondicional, así como la estricta prohibición del disenso. Esta inversión de la connotación tradicional de todas las palabras en la terminología política no es simplemente una peculiaridad del lenguaje de los comunistas rusos y de sus discípulos fascistas y nazis.[[7]] El orden social que, al abolir la propiedad privada, priva a los consumidores de su autonomía e independencia ‒y que, por lo tanto, somete a todos a la discreción arbitraria de la junta de planificación central‒ no habría logrado el apoyo de las masas, si no hubiera camuflado su característica principal. Los socialistas jamás habrían engañado a los votantes si les hubieran dicho abiertamente que su objetivo final era esclavizarlos. Por razones exotéricas,[[8]] se vieron obligados a rendir homenaje a la apreciación tradicional de la libertad.

    IV

    Las cosas eran diferentes en las discusiones esotéricas en los círculos internos de la gran conspiración. Allí, los iniciados no ocultaban sus intenciones respecto de la libertad. En su opinión, la libertad era ciertamente algo bueno en el pasado, en el contexto de la sociedad burguesa, porque les brindaba la oportunidad de embarcarse en sus planes y maquinaciones. Pero una vez triunfado el socialismo, ya no hay necesidad de libre pensamiento ni de acción independiente por parte de los individuos. Cualquier cambio posterior sólo puede ser una desviación del estado perfecto que la humanidad ha alcanzado al lograr la dicha del socialismo. En tales condiciones, tolerar la disidencia sería simplemente una locura.

    La libertad, dice el bolchevique, es un prejuicio burgués. El hombre común no tiene ideas propias, no escribe libros, no inspira herejías, ni inventa nuevos métodos de producción. Simplemente quiere disfrutar de la vida. No ve ninguna utilidad en los intereses de clase de los intelectuales que se ganan la vida como disidentes e innovadores profesionales.

    Este es sin duda el desdén más arrogante jamás concebido hacia el hombre común. No hay necesidad de discutirlo. La cuestión no es si el hombre común puede o no beneficiarse con la libertad de pensar, hablar y escribir. La cuestión es si el trabajador rutinario e indolente se beneficia o no con la libertad concedida a quienes lo eclipsan en inteligencia y fuerza de voluntad. El hombre común puede mirar con indiferencia e incluso desprecio los negocios y logros de hombres superiores. Pero se deleita en disfrutar de todos los beneficios que los esfuerzos de los innovadores ponen a su disposición. No comprende lo que, a sus ojos, parecen ser sólo minucias fútiles. Sin embargo, en cuanto estos pensamientos y teorías son utilizados por empresarios emprendedores para satisfacer algunos de sus deseos latentes, se apresura a adquirir los nuevos productos. El hombre común es, sin duda, el principal beneficiario de todos los logros de la ciencia y de la tecnología modernas.

    Es cierto que un hombre de capacidad intelectual promedio no tiene ninguna posibilidad de ascender al rango de líder de la industria. Pero la soberanía que el mercado le otorga en los asuntos económicos, incentiva a tecnólogos y desarrolladores a poner a su servicio todos los logros de la investigación científica. Sólo quienes no comprenden las motivaciones de los emprendedores, y cuyo horizonte intelectual no se extiende más allá de la organización interna de la fábrica, no se dan cuenta de ésto.

    Los admiradores del sistema soviético nos repiten una y otra vez que la libertad no es el bien supremo. No vale la pena tenerla si implica pobreza. Sacrificarla para enriquecer a las masas está, a su juicio, plenamente justificado. Con la excepción de unos pocos individualistas indisciplinados que no se adaptan a las costumbres del ciudadano común, todos en Rusia son perfectamente felices. Cabe preguntarse si esta felicidad fue también compartida por los millones de campesinos ucranianos que murieron de hambre, los prisioneros en los campos de trabajo, y los líderes marxistas que sufrieron purgas. Pero no podemos ignorar que el nivel de vida era incomparablemente más alto en los países libres de Occidente que en el Este comunista. Al renunciar a la libertad como precio a pagar por la prosperidad, los rusos hicieron un mal negocio. Ahora no tienen ni lo uno ni lo otro.

    V

    La filosofía romántica razonaba bajo la ilusión de que, al comienzo de la historia, el individuo era libre y que el curso de la evolución histórica lo privó de su libertad primordial. Según Jean-Jacques Rousseau, la naturaleza concedía a los hombres la libertad y la sociedad los esclavizaba. De hecho, el hombre primitivo estaba a merced de cualquier semejante que fuera más fuerte, y que pudiera por tanto quitarle sus escasos medios de subsistencia. No hay nada en la naturaleza que pueda llamarse libertad. El concepto de libertad se refiere siempre a las relaciones sociales entre los hombres. Es cierto que la sociedad no puede realizar el concepto ilusorio de la absoluta independencia del individuo. Dentro de la sociedad, todos dependemos de lo que los demás estén dispuestos a aportar a nuestro bienestar, a cambio de nuestra propia contribución al bienestar de los demás. La sociedad es esencialmente el intercambio mutuo de servicios. En la medida en que los individuos tienen la oportunidad de elegir, son libres. Si se les obliga mediante la violencia o la amenaza de violencia a someterse a los términos de un intercambio, independientemente de lo que sientan al respecto, carecen de libertad. Este esclavo no es libre, precisamente porque el amo le asigna sus tareas y determina lo que debe recibir si las cumple.

    En lo que respecta al aparato social de represión y coerción –el gobierno– no puede haber posibilidad de libertad. El gobierno es esencialmente la negación de la libertad. Gobierno es el uso de la violencia o la amenaza de violencia para hacer que todos obedezcan sus órdenes, les gusten o no. En la medida en que se extiende la jurisdicción gubernamental, hay coerción, no libertad. El gobierno es una institución necesaria, el medio para hacer que el sistema social de cooperación funcione fluidamente, sin ser perturbado por actos violentos de bandidos, ya sean de origen nacional o extranjero. El gobierno no es, como a algunos les gusta decir, un mal necesario. No es un mal, sino un medio, el único medio disponible para hacer posible la coexistencia humana pacífica. Pero es lo opuesto de la libertad. Significa golpear, encarcelar, colgar. Todo lo que hace un gobierno está, en última instancia, respaldado por las acciones de agentes de policía armados. Si el gobierno gestiona una escuela o un hospital, los fondos necesarios son recaudados a través de impuestos; es decir, mediante pagos exigidos a los ciudadanos.

    Si tenemos en cuenta el hecho de que, siendo la naturaleza humana la que es, no puede haber civilización ni paz sin el funcionamiento del aparato gubernamental de acción violenta, podemos considerar al gobierno la institución humana más beneficiosa. Pero el hecho es que el gobierno es represión, no libertad. La libertad sólo puede ser encontrada en el ámbito donde el gobierno no interfiere. La libertad es siempre libertad del gobierno. Es la restricción de la interferencia gubernamental. Sólo prevalece en áreas donde los ciudadanos tienen la oportunidad de elegir cómo desean proceder. Los derechos civiles son los estatutos que delimitan con precisión la esfera en la que a los hombres que dirigen los asuntos de estado se les permite restringir la libertad de acción de los individuos.

    El fin último que los hombres aspiran al establecer un gobierno, es hacer posible el funcionamiento de un sistema definido de cooperación social bajo el principio de la división del trabajo. Si el sistema social que la gente quiere tener es el socialismo (comunismo, planificación), no queda ninguna esfera de libertad. Todos los ciudadanos están, en todos los aspectos, sujetos, sometidos, a las órdenes del gobierno. El estado es un estado total. El régimen es totalitario. Sólo el gobierno planifica y ejecuta la planificación; y obliga a todos a comportarse según este único plan. En una economía de mercado, los individuos son libres de elegir cómo desean integrarse en el marco de la cooperación social. A medida que se extiende la esfera del intercambio del mercado, se produce una acción espontánea por parte de los individuos. Bajo este sistema, llamado laissez-faire, y que Ferdinand Lassalle llamó el estado sereno, el guardián nocturno, hay libertad porque hay un espacio en el que los individuos son libres de planificar por sí mismos.

    Los socialistas deben admitir que no puede haber libertad bajo un sistema socialista. Pero intentan borrar la diferencia entre la condición de servidumbre y la libertad económica, negando que exista libertad alguna en el intercambio mutuo de bienes y servicios en el mercado. Todo intercambio de mercado es, en palabras de una escuela de abogados prosocialistas, “una coerción sobre la libertad de otras personas”. A sus ojos, no hay ninguna diferencia digna de mención entre alguien que paga un impuesto o una multa impuesta por un magistrado, y alguien que compra un periódico o una entrada de cine. En cada uno de estos casos, este individuo está sujeto, sometido, al poder gobernante. No es libre, pues como dice el profesor Hale, la libertad de un hombre significa “la ausencia de cualquier obstáculo para el uso de los bienes materiales”.[[9]] Esto significa: no soy libre porque una mujer que tejió un sweater, tal vez como regalo de cumpleaños para su marido, me pone un obstáculo para usar esa prenda. Yo mismo estoy restringiendo la libertad de todas las demás personas porque me opongo a que utilicen mi cepillo de dientes. Al hacerlo así, según esta doctrina, estoy ejerciendo un poder de gobierno privado, que es análogo al poder del gobierno público; es decir, a los poderes que el gobierno ejerce cuando encarcela a un hombre en Sing Sing.[[10]]

    Quienes exponen esta sorprendente y fascinante doctrina concluyen, de manera consistente y coherente, que la libertad no se encuentra en ninguna parte. Afirman que lo que llaman presiones económicas no son diferentes en esencia de las presiones que los amos ejercen sobre sus esclavos. Rechazan lo que llaman poder gubernamental privado, pero no se oponen a la restricción de la libertad por parte del poder gubernamental público. Quieren concentrar en manos del gobierno todo lo que llaman restricciones a la libertad. Atacan la institución de la propiedad privada y las normas que, como dicen, están “dispuestas a hacer cumplir los derechos de propiedad, es decir, dispuestas a negar a cualquiera la libertad de actuar de una manera que los viole”.[[11]]

    Hace una generación, todas las amas de casa preparaban sopa siguiendo las recetas que recibían de sus madres o encontraban en un libro de cocina. Hoy en día, muchas amas de casa prefieren comprar sopa enlatada, calentarla y servirla a su familia. Pero, dicen nuestros distinguidos médicos, la empresa de alimentos en conserva está en posición de restringir la libertad del ama de casa porque, al cobrar un precio por la lata, coloca un obstáculo al uso de esa lata por parte de esa ama de casa. Las personas que no han tenido el privilegio de ser instruidas por estos eminentes maestros, dirían que el producto enlatado fue producido por la empresa de alimentos en conserva y que la compañía, al producirlo, eliminó el mayor obstáculo para que el consumidor obtenga y use una lata: a saber, la inexistencia de dicha lata. La mera esencia de un producto no puede satisfacer a nadie sin su misma existencia. Pero están equivocados, dicen los médicos. La empresa domina al ama de casa, engendrando, a través de su excesivo poder concentrado, destrucción de la libertad individual del ama de casa; y es deber del gobierno prevenir un delito tan grave y flagrante. Otro de este grupo, el profesor Berle, dice que las corporaciones, bajo los auspicios de la Fundación Ford, deben estar sujetas al control gubernamental.[[12]]

    ¿Por qué nuestra ama de casa compra el producto enlatado, en lugar de seguir los métodos de su madre y de su abuela? Sin duda porque considera que esta forma de actuar le resulta más ventajosa que la costumbre tradicional. Nadie la obligó. Hubo personas ‒los llamados intermediarios, promotores, capitalistas, especuladores, jugadores de bolsa‒ que tuvieron la idea de satisfacer un deseo latente de millones de amas de casa, invirtiendo en la industria conservera. Y hay otros capitalistas igualmente egoístas que, en cientos de otras corporaciones, proporcionan a los consumidores cientos de otras cosas. Cuanto mejor sirve una empresa al público, más clientes consigue, y más grande se vuelve. Vaya a la casa de una familia americana media, y verá para quién giran las ruedas de esta maquinaria.

    En un país libre, a nadie se le impide enriquecerse sirviendo a los consumidores mejor que lo que ya lo hace. Lo único que se necesita es cerebro y trabajo duro. “La civilización moderna, casi toda la civilización”, dijo Edwin Cannan, el último de una larga lista de eminentes economistas británicos, “se basa en el principio de hacer las cosas agradables para quienes complacen al mercado, y desagradables para quienes no lo hacen”.[[13]] Toda esta charlatanería sobre la concentración del poder económico es inútil. Cuanto más grande es una empresa, a más gente sirve, más depende esa corporación de complacer a los consumidores, a los muchos, a las masas. En una economía de mercado, el poder económico está en manos de los consumidores.

    El negocio capitalista no se basa en la perseverancia, en la continuidad del estado de producción una vez alcanzado. Se trata más bien de la innovación incesante, de intentos diarios repetidos de mejorar el servicio al cliente con productos nuevos, mejores y más baratos. Cualquier estado actual de actividades de producción es meramente transitorio. La tendencia a sustituir lo que ya se ha logrado por algo que sirva mejor a los consumidores, prevalece implacablemente. Como resultado, bajo el capitalismo hay una circulación continua de élites. Lo que caracteriza a los hombres que llamamos capitanes de industria, es su capacidad de aportar nuevas ideas y ponerlas en práctica. No importa cuán grande sea una corporación, esa empresa está condenada tan pronto como no se adapte diariamente a los mejores métodos posibles para servir a los consumidores. Pero los políticos y otros aspirantes a reformistas sólo ven la estructura de la industria tal como existe hoy. Creen que son lo suficientemente inteligentes como para arrebatarle a las empresas el control de las fábricas tal como existen actualmente, y gestionarlas adhiriéndose a rutinas ya establecidas. Mientras que el ambicioso recién llegado, que será el magnate del mañana, ya está preparando planes para cosas sin precedentes, todo lo que estos políticos y aspirantes a reformistas tienen en mente es llevar a cabo negocios por caminos ya trillados. No existe registro de ninguna innovación industrial concebida y puesta en práctica por burócratas. Si no se quiere caer en el estancamiento, hay que dejar carta blanca a aquellos individuos que hoy son desconocidos, y que tienen el ingenio de conducir a la humanidad hacia condiciones cada vez más satisfactorias. Éste es el problema principal de la organización económica de una nación.

    La propiedad privada de los factores materiales de producción no constituye una restricción a la libertad de todas las demás personas de elegir lo que más les convenga. Es, por el contrario, el medio que da al hombre común, en su calidad de comprador, la supremacía en todos los asuntos económicos. Es el medio de alentar a los individuos más emprendedores de una nación a dedicarse, con lo mejor de sus capacidades, al servicio de todo el pueblo.

    VI

    Sin embargo, no daremos una descripción exhaustiva de los cambios radicales que el capitalismo ha traído a las condiciones del hombre común, si nos ocupamos sólo de la supremacía de que disfruta en el mercado como consumidor y en los asuntos de estado como votante, y de la mejora sin precedentes de su nivel de vida. No menos importante es el hecho de que el capitalismo ha hecho posibles los actos de ahorrar, acumular capital e invertirlo. La brecha que, en la sociedad precapitalista de status y castas separaba a los propietarios de los pobres sin dinero, se ha reducido. En tiempos pasados, el jornalero recibía un salario tan bajo que apenas podía ahorrar nada; y, aun si así lo hiciera, sólo podría mantener sus ahorros acumulando y escondiendo unas cuantas monedas. Bajo el capitalismo, sus habilidades hacen posible el ahorro, y existen instituciones que le permiten invertir sus fondos en empresas. Una parte considerable del capital empleado en las industrias estadounidenses es la contrapartida del ahorro de los asalariados. Al comprar depósitos de ahorro, pólizas de seguros, bonos e incluso acciones ordinarias, los individuos asalariados ganan intereses y dividendos y, por lo tanto, en la terminología marxista, son explotadores. El hombre común está directamente interesado en el florecimiento de los negocios, no sólo como consumidor y empleado, sino también como inversor. Existe una tendencia predominante a borrar, en cierta medida, la diferencia previamente marcada entre quienes poseen factores de producción y quienes no los poseen. Pero, por supuesto, esta tendencia sólo puede desarrollarse donde la economía de mercado no sea saboteada por supuestas políticas sociales. El estado de bienestar, con sus métodos de dinero fácil, expansión del crédito e inflación flagrante, continuamente arranca porciones de todos los créditos pagaderos en unidades de curso legal del país. Los autoproclamados defensores del hombre común todavía se guían por la idea obsoleta de que una política que favorece a los deudores frente a los acreedores es muy beneficiosa para la mayoría de la población. Su incapacidad para comprender las características esenciales de la economía de mercado se manifiesta también en su incapacidad para ver el hecho obvio de que aquéllos a quienes estos defensores pretenden ayudar, son acreedores en calidad de ahorristas, titulares de pólizas y tenedores de bonos.

    VII

    El principio distintivo de la filosofía social occidental es el individualismo. Este principio busca crear un ámbito en el que el individuo sea libre de pensar, elegir y actuar, sin verse limitado por la interferencia del aparato social de coerción y opresión, el estado. Todos los logros y realizaciones espirituales y materiales de la civilización occidental han sido resultado de la aplicación de esta idea de libertad.

    Esta doctrina y las políticas del individualismo y el capitalismo, así como su aplicación a las cuestiones económicas, no necesitan defensores ni propagandistas. Los logros y las realizaciones hablan por sí mismos.

    El argumento a favor del capitalismo y la propiedad privada se basa, entre otras consideraciones, en la incomparable eficiencia de su esfuerzo productivo. Es esta eficiencia la que permite a las empresas capitalistas sustentar a una población en rápido crecimiento con un nivel de vida en constante mejora. La consiguiente prosperidad progresiva de las masas crea un entorno social en el que los individuos excepcionalmente talentosos son libres de dar a sus conciudadanos todo lo que pueden dar. El sistema social de propiedad privada y gobierno limitado es el único sistema que tiende a desbarbarizar a todos aquellos que poseen la capacidad innata para la cultura personal. Es un pasatiempo frívolo menospreciar los logros materiales del capitalismo, al afirmar que existen cosas más esenciales para la humanidad que automóviles más grandes y rápidos, y hogares equipados con calefacción central, aire acondicionado, refrigeradores, lavadoras y televisores. Sin duda, existen objetivos más elevados y nobles. Pero estos objetivos son más elevados y nobles precisamente porque no pueden ser alcanzados con esfuerzos externos. Requieren de la determinación y el compromiso personal del individuo. Quienes critican al capitalismo de esta manera, muestran una visión bastante burda y materialista, al asumir que la cultura moral y espiritual puede ser construida mediante el gobierno o la organización de actividades productivas. En este sentido, lo único que estos factores externos pueden lograr, es crear y proporcionar un entorno y una competencia que brinde a las personas la oportunidad de trabajar en su propia superación personal, su propia edificación personal. No es culpa del capitalismo que las masas prefieran un combate de box a una representación de la Antígona de Sófocles; que prefieran el jazz a las sinfonías de Beethoven, y los comics a la poesía. Pero es cierto que, si bien las condiciones precapitalistas, tal como aún prevalecen en la mayor parte del mundo, hacen que estos bienes sean accesibles sólo a una pequeña minoría, el capitalismo brinda a la mayoría de las personas una oportunidad justa de luchar por ellos.

    Desde cualquier perspectiva que se mire al capitalismo, no hay razón para lamentar el fin de los supuestos buenos tiempos. Menos aún hay razón para añorar utopías totalitarias, ya sean de tipo nazi o soviético.

    Esta noche inauguramos la novena reunión de la Sociedad Mont Pèlerin. Conviene recordar en esta ocasión que reuniones como ésta, en las que se expresan opiniones contrarias a las de la mayoría de nuestros contemporáneos y sus gobiernos, sólo son posibles en un clima de libertad, un clima que es el sello más preciado de la civilización occidental. Esperemos que este derecho a la disidencia nunca desaparezca.

     

     

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    [[1]]     Thomas R. Malthus, An Essay on the Principle of Population, 2ª edição (Londres, 1803), p. 531.

    [[2]]     Vladimir Ilitch Lênin, State and Revolution (New York: International Publishers, s.d.) p. 84.

    [[3]]     Karl Marx, Sur Kritik des Sozialdemoskratischen Programms von Gotha, ed. Kreibich (Reichenberg, 1920), p. 23.

    [[4]]     Joan Robinson, Private Enterprise and Public Control (publicado para la Association for Education in Citizenship, por English Universities Press, Ltd., s.d.), páginas 13–14.

    [[5]]     J. G. Crowther, Social Relations of Science (London, 1941), p. 333.

    [[6]]     Tomás de Torquemada (Espanha, 1420–1498), el Gran Inquisidor.

    [[7]]     El lector que no esté familiarizado con la obra de von Mises, o que no la conozca lo suficiente, posiblemente encontrará extraño que se refiera a los nazis (nacionalsocialistas) y a los fascistas como discípulos de los comunistas rusos, a pesar de la caracterización común del socialismo soviético, el nazismo alemán y el fascismo italiano como regímenes totalitarios. Von Mises llama al régimen del nacionalsocialismo de Hitler socialismo ‒más precisamente, socialismo de tipo alemán‒ porque el estado nacionalsocialista marcaba el rumbo de la economía, determinando todos los aspectos de la producción económica; la propiedad privada de los medios de producción existía nominalmente, pero en realidad era el gobierno alemán, no los propietarios privados nominales, quienes ejercían los derechos de propiedad. En cuanto al fascismo italiano, basta con recordar el famoso slogan “todo en el estado; nada fuera del estado; nada contra el estado” para comprender la naturaleza totalitaria de este régimen. (Nota del traductor ‒ NdT)

    [[8]]     “Exotérico” se refiere al contenido expuesto al público general; “esotérico” se refiere al contenido que es enseñado a individuos o grupos selectos. (NdT)

    [[9]]     Robert L. Hale, Freedom through Law, Public Control of Private Governing Power (New York: Columbia University, 1952), página 4 y siguientes.

    [[10]]   Mises se refiere a la famosa prisión de Sing Sing, ubicada en la ciudad de Ossining, en el estado de New York. (NdT)

    [[11]]   Ibíd., pág. 5.

    [[12]]   A. A. Berle Jr., Economic Power and the Free Society, a Preliminary Discussion of the Corporation (New York: The Fund for the Republic, 1954).

    [[13]]   Edwin Cannan, An Economist’s Protest (London, 1928), página VI y siguientes.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

     

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    Ludwig von Mises
    Ludwig von Mises foi o reconhecido líder da Escola Austríaca de pensamento econômico, um prodigioso originador na teoria econômica e um autor prolífico. Os escritos e palestras de Mises abarcavam teoria econômica, história, epistemologia, governo e filosofia política. Suas contribuições à teoria econômica incluem elucidações importantes sobre a teoria quantitativa de moeda, a teoria dos ciclos econômicos, a integração da teoria monetária à teoria econômica geral, e uma demonstração de que o socialismo necessariamente é insustentável, pois é incapaz de resolver o problema do cálculo econômico. Mises foi o primeiro estudioso a reconhecer que a economia faz parte de uma ciência maior dentro da ação humana, uma ciência que Mises chamou de 'praxeologia'.

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