En su discurso inaugural, el presidente Donald Trump calificó como “grande” al presidente William McKinley (1897-1901), y anunció con orgullo que había cambiado el nombre del monte Denali en Alaska, a monte McKinley. La razón por la que el presidente eligió a McKinley entre todos los presidentes anteriores para colmarlo con elogios, es que durante toda su vida McKinley fue una herramienta política de las grandes empresas −principalmente de los industriales de los estados del norte− que defendió los proteccionistas impuestos arancelarios con tanta furia, que se lo llamó “el apóstol del proteccionismo” y “el Napoleón del proteccionismo”.
Se dice que la elección del presidente Trump es una victoria “populista” contra el establishment del estado profundo, pero no hay nada más antipopulista que los proteccionistas impuestos arancelarios. Los proteccionistas impuestos arancelarios no son más que una conspiración de fijación de precios orquestada por el estado, que enriquece a un grupo relativamente pequeño de corporaciones con conexiones políticas (y a sus sindicatos), saqueando a sus consumidores con precios más altos. Después de todo, si fuera posible usar aranceles para obligar a los extranjeros a pagar los impuestos de un país, todos los gobiernos del mundo lo harían. Sin embargo, aparentemente el presidente Trump cree que ha descubierto una especie de santo grial de la economía que demuestra que, después de todo, se puede obtener algo a cambio de nada.
Algún miembro del equipo de Trump, o redactor de discursos, debe haber leído el libro William McKinley: Apostle of Protectionism, de Quentin R. Skrabec. El libro explica cómo el reconocido ignorante económico William McKinley se convirtió en el heredero político del corrupto “sistema estadounidense” hamiltoniano de bienestar corporativo, saqueo arancelario proteccionista, y banca central −en ésto, sus predecesores fueron el propio Hamilton, reemplazado por Henry Clay, quien a su vez fue reemplazado por Lincoln.
El libro de Skrabec está lleno de exagerados elogios hacia McKinley, y en un momento lo compara con el apóstol Pablo, que “difundió el evangelio del proteccionismo estadounidense”. Al igual que McKinley, Skrabec es de Pennsylvania y Ohio, una zona de industrias siderúrgicas, lo que tal vez explica su romance con el 25º presidente.
Skrabec explica que McKinley nunca estudió formalmente economía, según él mismo lo admite, sino que “aprendió economía como oficial de suministros” en el ejército de Lincoln. También se supone que se quedaba despierto muchas noches “estudiando estadísticas” para defender sus argumentos a favor de los aranceles proteccionistas. “McKinley era autodidacta en su mayor parte”, escribe. Con ese tipo de “educación”, más tarde en su vida McKinley se convirtió en un defensor en el Congreso de la “planificación industrial nacional”, varias décadas antes de que los soviéticos la hicieran popular. Éste es un buen ejemplo del tipo de desastres sociales que pueden ser creados por la ignorancia económica por parte de personas que han obtenido poder político.
A veces, el libro de Skrabec es monótonamente tonto, asignando todas las buenas noticias económicas al proteccionismo, y todas las malas noticias económicas a un exceso de competencia. Por ejemplo, sin siquiera menciona la existencia del Segundo Banco de los Estados Unidos, precursor de la Reserva Federal, culpable por el pánico de 1819, tema de la tesis doctoral de Murray Newton Rothbard, culpa a la excesiva competencia extranjera en las primeras manufacturas. Hace lo mismo en su tratamiento del pánico de 1837.
Cuando McKinley entró en el Congreso en 1877, “rechazó por completo las teorías de moda de Adam Smith”, escribe Skrabec. Por supuesto, eran las supersticiones mercantilistas del publicista y propagandista de la industria siderúrgica de Pennsylvania Henry Carey, a quien McKinley citaba a menudo, las que estaban realmente “de moda” y eran poco convencionales. Comparar a Carey con Adam Smith es como comparar el cerebro de Galiileo Galilei con el de un niño de un año. McKinley se jactó una vez de que “preferiría que mi economía política se basara en la experiencia cotidiana de un … granjero y un trabajador de fábrica, que en el conocimiento del profesor”.
McKinley debe haber sido el alma de todas las fiestas en Washington, D.C., ya que “le encantaba hablar sobre el papel del proteccionismo con cualquiera que quisiera escucharlo”. La escena de las fiestas de Washington D.C. debe ser igual hoy cuando el presidente Trump está presente.
Se dice que McKinley fue el protegido en el Congreso de un tal “Pig Iron Kelly”, político de la industria del hierro igualmente inculto, ardiente proteccionista porque –¡sorpresa!– era fabricante de arrabio y pretendía eliminar toda competencia extranjera para poder saquear mejor a sus clientes –y lograr que los fabricantes estadounidenses de productos hechos con arrabio fueran menos competitivos en los mercados internacionales, por cierto.
Los esfuerzos de McKinley y otros proteccionistas del Congreso, en su mayoría del Partido Republicano, culminaron en el Arancel McKinley de 1890, el que fue tan políticamente desastroso, que los demócratas se hicieron con el control de ambas cámaras del Congreso y de la Casa Blanca. El propio McKinley fue destituido, y los demócratas obtuvieron una ventaja de tres a uno en la Cámara. Sin embargo, Skrabec se jacta de que el proyecto de ley sobre aranceles de McKinley estaba “extremadamente bien investigado, y utilizaba la ciencia y las estadísticas para aplicar las tasas arancelarias”. En todo el libro habla de “tasas arancelarias científicas”, pero no hay una definición de las mismas. Aparentemente significa que las tasas más altas fueron aplicadas a los productos cuyos productores tenían la mayor influencia política, y los recursos con los que sobornar a los miembros del Congreso para que votaran a favor de protegerlos de la competencia. Ciertamente no se basaba en la Ciencia Económica.
El Arancel McKinley provocó un aumento vertiginoso de los precios de los productos más gravados, muchos de los cuales eran insumos para la producción de otros “bienes finales”, como los llaman los economistas. El costo de estos bienes se disparó, haciendo que los fabricantes estadounidenses fueran menos competitivos en los mercados internacionales, y también en los mercados internos donde había bienes sustitutos. Por ejemplo, según The Tariff History of the United States, de Frank Taussig, el impuesto arancelario sobre la lana para alfombras fue incrementado 50%. Por supuesto, las alfombras se volvieron más caras. Los aranceles sobre el cáñamo y el lino fueron incrementados hasta 100% lo que, por supuesto, aumentó el costo de todo lo fabricado con cáñamo.
McKinley, un instrumento de la maquinaria política de Rockefeller (Rockefeller dirigía la Standard Oil desde su oficina de Cleveland, Ohio), salvó su carrera política cuando la maquinaria lo llevó a ser elegido gobernador de Ohio, y luego presidente en 1896. Skrabec observó correctamente que en ese momento el Partido Republicano defendía el imperialismo, envalentonado por su conquista del Sur y su campaña de genocidio contra los indios de las llanuras de 1865 a 1890. “La idea de la expansión y el imperialismo tenía raíces profundas en el Partido Republicano”, escribe Skrabec. Entre los “padres” de este movimiento, escribe, estaba John Hay, secretario personal de Lincoln que más tarde se convirtió en secretario de estado bajo McKinley.
Durante la administración de McKinley, Hawaii fue anexada literalmente a punta de bayoneta, ya que el rey de Hawaii se vio obligado a firmar “la constitución de la bayoneta”, y privó de sus derechos a los hawaianos nativos. Un juez, Sanford Dole, fue el emisario estadounidense enviado para perpetrar este escandaloso acto, después del cual su familia fundó la Dole Fruit Company.
Después de que los filipinos finalmente se deshicieran del imperio español, McKinley envió tropas a Filipinas para sofocar la insurrección filipina, la que fue librada en oposición a la sustitución del imperio español por el imperio estadounidense. Los historiadores dicen que hasta un millón de civiles filipinos fueron asesinados junto con 200.000 “insurrectos”.
Luego vino la guerra hispanoamericana, que William Graham Sumner, el gran erudito libertario de la Universidad de Yale de finales del siglo XIX, describió como “la conquista de los Estados Unidos por España”, lo que significa que el gobierno estadounidense había abandonado de una vez por todas la noción de ser una mera unión de estados, y se había convertido en un imperio −el objetivo de todos los imperialistas estadounidenses, comenzando por Lincoln.
La charla del presidente Trump sobre la anexión de Canadá, Groenlandia y parte de Panamá es, como mínimo, inquietante y políticamente estúpida a la luz del hecho de que más de 40% de los canadienses se identifican como socialistas. Sin embargo, está en total consonancia con las tradiciones del Partido Republicano, el que se describe a sí mismo como “el partido de las grandes ideas morales”.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko