En los debates actuales sobre los sistemas monetarios mundiales, casi todos coinciden en algo: que el dinero debe estar controlado por las organizaciones que llamamos “estados” o “estados soberanos”. Cuando hoy en día decimos “dólar estadounidense”, nos referimos a la moneda emitida por el gobierno estadounidense. Cuando decimos “libra esterlina”, nos referimos al dinero emitido por el régimen del Reino Unido.
Esta supuesta necesidad de dinero emitido por el estado no ha sido siempre la realidad. De hecho, la historia del auge del estado está repleta de esfuerzos por parte de los estados por sustituir el dinero del sector privado por dinero controlado por el estado.
Las razones son numerosas. El control de la oferta monetaria ‒generalmente complementado con la intervención en el sector financiero‒ otorga a los estados mucha más flexibilidad para expandir el gasto y el endeudamiento estatales. Quizás lo más importante es que ésto les permite gastar irrestrictamente en tiempos de guerra y de otras “emergencias”.
Como veremos, esta lucha entre el estado y las finanzas privadas ha sido larga. Los regímenes tardaron muchos siglos en asegurar la legitimidad y el poder regulatorio necesarios para monopolizar el dinero. Incluso hoy, los estados siguen viéndose limitados por la competencia internacional entre monedas. También por la persistencia del dinero-mercancía que funciona como depósitos de valor, como el oro, la plata y las criptomonedas. Sin embargo, es innegable que el estado ha logrado enormes avances en el control del dinero en los últimos siglos.
El orden de estos acontecimientos también nos recuerda otro aspecto importante de los estados y el dinero: el auge de los estados no dependió de que reyes y príncipes tomaran el control de la producción y la regulación del dinero. Más bien, la causalidad va en la dirección opuesta: a medida que los estados se volvían más poderosos, utilizaron ese poder para controlar también el dinero.
Primeros esfuerzos por controlar la oferta monetaria
En la antigüedad, los imperios despóticos ‒entre los que podríamos incluir al Imperio romano‒ se preocupaban por acuñar su propio dinero y controlar cualquier “sistema financiero” primitivo existente. Como es bien sabido, los romanos devaluaron su moneda durante largos periodos ‒sobre todo bajo el régimen de Diocleciano‒, lo que llevó a la ruina de muchos ciudadanos romanos.
Según David Glasner, la “prerrogativa del soberano sobre la acuñación de monedas fue conservada tras la caída de Roma”.[1] Pero ésto sólo era en teoría. Los gobiernos civiles de este período eran demasiado débiles como para imponer el monopolio monetario. Martin van Creveld escribe: “Dada la naturaleza descentralizada del sistema político y su inestabilidad, durante la Edad Media en general los gobernantes europeos no estaban en condiciones de imitar a sus homólogos orientales” en los imperios persa, mongol y chino.[2]
Además, no había mucho dinero disponible en Europa Occidental. Las monedas solían escasear, y la naturaleza agraria de Europa Occidental implicaba que gran parte del comercio era efectuado mediante trueque.
Ésto empezó a cambiar a finales de la Edad Media, a medida que Europa se urbanizaba y comenzaba a producir excedente agrícola creciente. Impulsado principalmente por banqueros italianos que establecieron sucursales en Francia, España y los Países Bajos, se configuró un sistema financiero que incluía la producción de monedas y billetes de banco.
Sin embargo, el sistema monetario estaba dominado por el sector privado, y Van Creveld nos recuerda que una cantidad considerable de dinero en este período
no era producida por el estado ‒el que emergía lentamente‒, sino por instituciones privadas. Antes de 1700, los intentos por desarrollar sistemas de crédito sólo tuvieron éxito en lugares donde la banca y el comercio privados eran tan fuertes que prácticamente excluían la autoridad real; en otras palabras, donde los comerciantes constituían el gobierno … La opinión general sostenía que, mientras que a los comerciantes se les podía confiar el dinero, a los reyes no. Al concentrar el poder económico y coercitivo en sus propias manos, con demasiada frecuencia los reyes lo utilizaban para devaluar la moneda o para apoderarse del tesoro de sus súbditos.[3]
A pesar de todo, los reyes de Europa intentaron controlar el dinero. Uno de los primeros intentos significativos se materializó en Inglaterra, donde los monarcas desarrollaron desde el principio un régimen nacional más centralizado y cohesionado. Así, según John Munro, en Inglaterra después de la temprana fecha de 1222, “el cambio de moneda y el comercio de lingotes eran un monopolio real estrictamente impuesto, ejercido por el Real Cambiador”.[4] Esta imposición consistía en que funcionarios gubernamentales participaban en actos diseñados para, como dice Munro, “suprimir el comercio privado de metales preciosos, comprar o confiscar monedas extranjeras, y entregarlas a la Casa de la Moneda de la Torre de Londres para su reacuñación”.[5]
No está claro cuán bien era ésto aplicado, pero estos esfuerzos concertados de regulación nacional fueron mucho más aleatorios en gran parte de Europa.
Por ejemplo, el estado francés ‒el más grande y centralizado del continente‒ buscó seriamente controlar la oferta monetaria para el siglo XVI. Los resultados fueron dispares. Los esfuerzos por instaurar un régimen monetario nacional comenzaron a finales de la Edad Media, pero “Francia no estaba unificada monetariamente. La plata circuló en Occidente después de mediados del siglo XVI
‒previamente había circulado la moneda de oro‒ y el cobre en Oriente, procedente de Alemania”.[6]
En la práctica, los reyes nacionales necesitaban sobornar a los nobles reticentes con privilegios de monopolio, derechos a impuestos, y la venta de títulos. Los reyes dependían de la mano de obra proporcionada por los nobles para ejercer las prerrogativas reales. Incluso en el siglo XVI, aunque como señala Charles Kindleberger,
en principio sólo el rey tenía derecho a acuñar metales preciosos, en la práctica este privilegio era subcontratado, al igual que en la explotación del dominio real y la recaudación de impuestos, porque los reyes ‒salvo Prusia‒ contaban con limitado personal burocrático. Lograr el monopolio central de la acuñación de monedas llevó dos siglos. Además, las fronteras nacionales eran porosas, y las monedas extranjeras circulaban libremente. Un edicto francés de 1557 contabilizó 190 monedas de diferentes soberanos en circulación en Francia.[7]
En la mayoría de los casos, la ausencia de monopolios monetarios nacionales no impidió que los nacientes estados europeos se embarcaran en dos siglos de construcción estatal. Para el siglo XVI, Francia ya estaba construyendo su estado absolutista, incluso en medio de la continua competencia monetaria. A mediados del siglo XVII el estado había alcanzado su máximo esplendor, con el absolutismo ganando terreno en Francia, España, Suecia y otras partes del continente. En Inglaterra, aunque los Stuart no lograron durante este período su tan ansiada monarquía absoluta, el estado avanzó considerablemente hacia un estado centralizado y consolidado. De hecho, a mediados del siglo XVII, la Guerra de los Treinta Años ‒la que podría ser denominada como la primera era de “guerra total” de Europa Occidental‒ culminó con la consolidación del sistema estatal en toda Europa Occidental.
De hecho, la guerra y la construcción del estado ‒dos cosas que a menudo son una sola y la misma‒ impulsaron los esfuerzos para aumentar los ingresos del gobierno mediante la devaluación de la moneda. Fue la guerra con Escocia la que impulsó a Henry VIII a iniciar un período de varios años de devaluación de la moneda en 1542, que continuó hasta el reinado de Edward VI. La guerra llevó a otros monarcas a fines similares, y en el continente, Carlos V devaluó el tálero de oro en 1551. En el siglo XVII, los monarcas europeos se involucraron en una “devaluación progresiva … en previsión de la Guerra de los Treinta Años”.[8] En última instancia, Kindleberger concluye: “Muchos príncipes de los siglos XVI y XVII hicieron un negocio próspero con la depreciación de la moneda”.[9]
Efectos de la competencia monetaria continua
España, Francia y otros estados emergentes de la época, lograron todo ésto sin establecer verdaderos monopolios sobre la oferta monetaria, y la competencia monetaria limitó las posibilidades de los estados de obtener beneficios. Incluso si los estados nacionales hubieran logrado consolidar de iure el control monopólico del dinero dentro de sus propias fronteras, el dinero del soberano aún enfrentaba la competencia de las monedas de los estados y principados vecinos. Al igual que en Francia circulaban docenas de tipos de monedas diferentes, comerciantes, financieros y las clases sociales con mayor movilidad siempre tenían la posibilidad de mover su riqueza evitando el uso de las monedas más devaluadas.
Por lo tanto, los monarcas eran conscientes de los riesgos que conllevaba la devaluación. Una devaluación excesiva de la moneda podía provocar que comerciantes, e incluso residentes, huyeran hacia monedas importadas o del mercado negro. Las limitaciones prácticas controlaban el grado en que un régimen podía devaluar su moneda. Así, cuando Henry VIII inició su campaña de devaluación, la combinó con una política más amplia ‒durante la guerra‒ de confiscación de bienes y propiedades eclesiásticas, y la imposición de préstamos.[10]
En el siglo XVII, la capacidad de escapar de las monedas nacionales devaluadas se vio facilitada aún más por la llegada del Banco de Amsterdam [Antwerp]. Fundado por la ciudad de Amsterdam [Antwerp] en 1609, el banco ‒técnicamente, un “banco gubernamental”‒ calculaba el valor de las “no menos de 341 monedas de plata y 505 de oro” que circulaban en la República Holandesa. El banco ayudaba a los comerciantes a identificar qué monedas eran “buenas” y cuáles estaban devaluadas.[11] El banco entonces otorgaba crédito basado en el “valor real” de las monedas, independientemente de su valor nominal. El banco emitió monedas conocidas como florines bancarios, que se convirtieron en la “moneda más utilizada del mundo en aquel momento”, o quizás incluso en una “moneda de reserva de valor”, con status similar al del dólar estadounidense actual.[12] Ésto no se debió a ninguna rectitud moral por parte de los políticos holandeses. Es posible que el régimen holandés también hubiera preferido manipular su propia moneda para obtener ganancias. Pero el pequeño tamaño de la República Holandesa y su dependencia del comercio exterior limitaron enormemente al régimen en este aspecto. Por lo tanto, los Países Bajos se vieron obligados a convertirse en un centro financiero fiable y competitivo para competir con los estados más grandes.
Afirmando el control estatal sobre los bancos privados
El control de la moneda fue sólo un aspecto de la lucha de los estados por controlar el dinero.
Después de todo, durante este período gran parte manejo del dinero era efectuado por parte de los bancos europeos bajo la forma de “letras de cambio” [recibos de almacén o recibos de depósito], lo que facilitaba la circulación de fondos por toda Europa sin necesidad de mover físicamente dinero metálico. Estos billetes también comenzaron a funcionar como dinero, e incluso a medida que los estados ejercían mayor control sobre la acuñación de monedas en los siglos XV y XVI, “las instituciones privadas comenzaban a desarrollar el papel moneda”.[13] Según Kindleberger:
Las funciones de la letra de cambio, que comenzaron a funcionar a principios del siglo XIII, se expandieron en el siglo XVI al volverse sucesivamente asignable, transferible, negociable y, a partir de la década de 1540, descontable, conectando tiempo y espacio, sirviendo como dinero privado, a diferencia de la especie, que era el dinero del príncipe.[14]
Los bancos resultaron ser esenciales, proporcionando acceso al dinero en muchos casos, ya que incluso en el siglo XVIII, en muchos lugares la moneda escaseaba. Esta escasez pudo haber sido especialmente grave donde el trabajo asalariado había reemplazado la agricultura de subsistencia y el trueque agrícola. La nueva generación de empleadores necesitaba dinero de diversos tipos.[15] Por lo tanto, el papel moneda creado por los bancos desempeñó un papel importante al proporcionar un medio de intercambio cuando las monedas eran poco fiables o no estaban disponibles.
Ésto disminuyó la dependencia de la acuñación de monedas del soberano, y los príncipes llegaron a considerar a estos bancos como competidores problemáticos. Además, a diferencia del consumidor común, los bancos contaban con el conocimiento y los medios para evaluar con mayor cuidado el dinero del régimen y aceptar monedas devaluadas sólo con descuento.
Descontentos con el hecho de que los bancos a menudo podían eludir la acuñación de monedas del rey, los estados buscaron entonces imponer pagos en metales, que el soberano podía controlar con mayor facilidad. Glasner escribe:
La tensión entre el monopolio estatal sobre la acuñación de monedas y la banca privada se manifiesta en la legislación que se promulgaba con frecuencia para restringir la creación de billetes y depósitos por parte de los bancos. En el siglo XV, por ejemplo, una legislación hostil en los Países Bajos … provocó el cese de prácticamente toda la actividad bancaria.[16]
Las desventajas de paralizar el sector bancario de un estado son considerables, por lo que finalmente el estado abandonó esta estrategia y aprendió a apreciar el papel moneda. Pero lograr que el público aceptara el papel moneda emitido por el gobierno sería una larga y ardua batalla.
Van Creveld sitúa el primer intento gubernamental de crear papel moneda en la década de 1630, cuando el duque español de Olivares, necesitado de fondos ‒una vez más‒ para la Guerra de los Treinta Años, confiscó plata y proporcionó en su lugar “cartas de crédito con intereses”. Dada la reputación que tenían los príncipes de devaluar la moneda para entonces, este papel moneda se depreció rápidamente. Solo unos años después, Suecia intentó un plan similar [ideado por el estafador perseguido y condenado en otros países, Johan Wittmacher (a) Palmstruch], pero también fracasó rápidamente.
No fue hasta 1694 con el Banco de Inglaterra ‒es decir, después de más de trescientos años de construcción del estado moderno‒ que fueron sentadas las bases de un verdadero banco central emisor de billetes. E incluso entonces, el Banco de Inglaterra no comenzó como una institución creadora de dinero, ni tuvo el monopolio de la emisión de billetes hasta 1844. En realidad, el Banco de Inglaterra inicialmente financió el deficit público mediante la emisión de acciones. Como era de esperar, estas acciones gozaban de gran popularidad, dado que el banco también disfrutaba del monopolio sobre los depósitos del gobierno.[17]
Un banco nacional francés, la Banque Royale, surgió en 1718. Sin embargo, al igual que el Banco de Inglaterra, la Banque Royale no poseía el monopolio efectivo sobre la emisión de billetes. Ésto no impidió que el banco francés imprimiera gran cantidad de billetes, lo que desencadenó una crisis financiera tras la Burbuja del Mississippi.
Bancos centrales y Patrón Oro
No fue hasta el siglo XIX que los estados europeos establecieron y ejercieron los tipos de bancos centrales y poderes de emisión de dinero que ahora asociamos con los poderes monopólicos estatales sobre los sistemas monetarios. Según Van Creveld, “hacia 1870, aproximadamente, los bancos centrales no sólo habían monopolizado la emisión de billetes en la mayoría de los países, sino que también comenzaban a regular a otros bancos”.[18]
El auge de estos bancos centrales en gran parte de Europa proporcionó a los estados poderes sin precedentes para emitir nueva deuda y financiar un gasto público explosivo en tiempos de “emergencia”. El papel regulador de los bancos centrales consolidó aún más el control del régimen sobre sus sistemas financieros en general.
Irónicamente, sin embargo, fue también en el siglo XIX cuando los estados se enfrentaron a una creciente oposición a los poderes monopólicos estatales en la forma del patrón oro clásico.
Ésto fue resultado del auge del liberalismo laissez-faire en el siglo XIX, el que fue especialmente notable en Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Cada vez más, en Europa Occidental los liberales y la clase comercial insistían, según Glasner, en la “obligación de mantener la convertibilidad del oro o la plata a una paridad fija”.[19] Estas definiciones formales del valor de una moneda en metal eran importantes, ya que facilitaban la comprensión del alcance y los efectos de la manipulación gubernamental de la misma. Todo ésto era sumamente positivo, pero no suponía ningún desafío al creciente monopolio del estado sobre el dinero. Después de todo, el patrón oro podía ser suspendido ‒y lo fue repetidamente‒ por razones de guerra.
En otras palabras, sería un error considerar la era del patrón oro clásico como un período de debilidad estatal en materia financiera y monetaria. Al contrario, el patrón oro clásico fue construido sobre la sólida base del poder estatal, limitado únicamente por la legislación. La legitimidad de la prerrogativa del estado para supervisar en última instancia el sistema monetario no estaba en duda. A finales del siglo XIX, en Gran Bretaña y en muchos otros países clave, la era de los billetes y monedas de emisión privada había terminado (Estados Unidos quedó algo rezagado en esta tendencia, pero el resultado fue finalmente el mismo). Es decir, no quedaban instituciones que pudieran desafiar de forma realista al estado en términos de emisión y creación de dinero.
El siglo XIX sí presentó obstáculos a la capacidad del estado para inflar y devaluar la moneda. Pero aun así, los estados continuaron siendo claramente los vencedores sobre el dinero privado, los bancos privados y las casas de moneda privadas. No debería sorprendernos que al patrón oro clásico le sucediera el patrón oro-cambio, un sistema completamente dominado por actores estatales. El abandono total de los metales preciosos no tardó en llegar.
Papel del patrón oro clásico en la construcción del poder monetario estatal
A muchos libertarios y defensores del libre mercado ésto les parecerá una postura extraña.
Después de todo, durante gran parte del siglo pasado la idea de un patrón oro para las monedas nacionales ha sido habitualmente vinculada con la economía del laissez-faire y el “liberalismo clásico”, también conocido como “libertarismo”. No es difícil entender por qué. Durante la segunda mitad del siglo XIX, cuando el liberalismo de libre mercado era especialmente influyente en gran parte de Europa Occidental, fueron los liberales quienes impulsaron la adopción del sistema que hoy conocemos como el patrón oro clásico [Classic Gold Standard ‒CGS], el que imperó en Europa aproximadamente entre 1870 y 1914.
Los liberales impulsaron este cambio en aquel momento por varias razones. Creían que el CGS facilitaría la globalización y el comercio internacional, a la vez que reduciría los llamados costos de transacción. El CGS también creó un sistema monetario más transparente, en el sentido de que las monedas nacionales estaban explícitamente vinculadas con cantidades específicas de oro. Además, el CGS eliminó las supuestas ineficiencias del bimetalismo.
Hoy en día, los liberales pro-mercado siguen vinculados con el CGS ‒y el dinero basado en materias primas en general, o dinero-mercancía‒, porque éste potencialmente limita el grado en que un régimen estatal puede devaluar la moneda.
Sin embargo, también es fácil exagerar el grado en que el CGS puede ser descripto como laissez-faire o como un sistema que realmente va en contra de los intereses del poder estatal. Más bien, el patrón oro clásico fue clave para consolidar el control estatal sobre los sistemas monetarios nacionales. Ésto fue comprendido por los nacionalistas de la época, quienes consideraban al patrón oro un instrumento para aumentar el prestigio nacional, la soberanía y el poder estatal.
Aunque muchos liberales aparentemente esperaban que el patrón oro clásico haría que las monedas nacionales fueran irrelevantes en un mundo verdaderamente globalizado, ésto no sucedió. En cambio, el CGS parece haber sentado las bases ‒en muchos sentidos‒ para lo que vino después: Bretton Woods y las monedas fiduciarias flotantes. Estos dos desarrollos culminaron, por supuesto, en el control estatal total sobre las monedas nacionales.
Un análisis de estas tendencias históricas nos lleva a una conclusión importante: no basta con añorar el patrón oro clásico y buscar el regreso a las monedas nacionales respaldadas únicamente por oro. Más bien, la idea misma de las monedas nacionales debe ser abandonada por completo, adoptando al mismo tiempo una verdadera competencia monetaria y el dinero-mercancía privado.
Patrón oro clásico: mejor que las monedas fiduciarias, pero no ideal
F.A. Hayek identificó el papel central del estado en el patrón oro clásico, cuando en La desnacionalización del dinero escribió: “Sigo creyendo que, mientras la gestión del dinero esté en manos del gobierno, el patrón oro, con todas sus imperfecciones, es el único sistema medianamente seguro. Pero sin duda podemos hacerlo mejor, aunque no a través del gobierno”.[20]
En otras palabras, un patrón oro clásico sería claramente una mejora respecto del statu quo actual. Pero, en última instancia, es un sistema monetario que permanece “en manos del estado”.
Entonces, ¿cuál es el ideal? Hayek concluye: “Si queremos que la libre empresa y una economía de mercado sobrevivan, no tenemos más remedio que sustituir el monopolio monetario gubernamental y los sistemas monetarios nacionales, por la libre competencia entre bancos emisores privados”.[21]
Para comprender este contraste entre las monedas nacionales respaldadas por oro y el dinero verdaderamente privado, resulta útil observar la situación monetaria existente antes del surgimiento del patrón oro clásico. Por supuesto, éste no fue un período sin intervención gubernamental. Pero fue un período en el que se produjo una verdadera competencia monetaria, si bien con la participación de competidores gubernamentales.
Antes de las monedas nacionales y el Patrón Oro Clásico
Muchos de estos entornos monetarios anteriores eran muy diferentes de la situación del siglo XIX, ahora conocida simplemente como “el patrón oro”. Sin embargo, muchos detractores del dinero fiduciario hoy en día suelen caer en el error de etiquetar cualquier tipo de dinero basado en metales como patrón oro.
Ésto es bastante común en las explicaciones de la historia del dinero, tanto entre los partidarios como entre los detractores del uso del dinero-mercancía. La mayor parte de la historia monetaria es descripta con mayor precisión como un sistema descentralizado de billetes y monedas competidoras, hechas de cobre, plata y oro. La emisión de billetes fue predominantemente privada ‒práctica iniciada por los banqueros italianos en la Edad Media‒ hasta el siglo XIX.
Como lo describe Eric Helleiner: “Antes de la introducción del patrón oro, los países solían tener sistemas monetarios bastante heterogéneos y a menudo bastante caóticos, bajo los cuales el estado ejercía sólo un control parcial”.[22] Históricamente, las monedas podían ser acuñadas por casas de moneda privadas o por casas de moneda con monopolio gubernamental. Sin embargo, las monedas de una amplia variedad de jurisdicciones solían circular libremente dentro de cada jurisdicción política. Además, la moneda más utilizada solía ser la plata, no el oro. De hecho, gran parte del mundo entre los siglos XVI y XIX estuvo más cerca de seguir un patrón plata que un patrón oro. Un ejemplo importante de ésto es el dólar mexicano de plata, que circuló libremente en América y Asia Oriental hasta el siglo XIX. No fue hasta la década de 1870 que el mundo abandonó los dólares mexicanos y otros tipos de monedas de plata, para adoptar el emergente patrón oro.
Introducción de monedas nacionales definidas como cierta cantidad de metal precioso
Como vimos anteriormente, es importante distinguir entre un sistema monetario verdaderamente privado de monedas en competencia, y el sistema de monedas nacionales. Por ello es que Hayek acaba de decirnos que, si bien el patrón oro clásico es mejor que nuestro sistema moderno de monedas fiduciarias, aún no es un verdadero sistema de libre mercado. Hayek afirma que debemos abandonar por completo las monedas nacionales.
Tiene razón. ¿Y cuáles son estas monedas nacionales? Son las monedas a las que ahora nos referimos por sus nombres nacionales: dólar estadounidense, libra esterlina, franco francés. Esta idea de una moneda nacional fue fundamental para el sistema de lo que ahora llamamos el patrón oro clásico. Sin embargo, esta idea de moneda nacional fue esencialmente un truco impuesto a la gente común por los propios gobiernos.
El auge de las monedas nacionales bajo el patrón oro incrementó el poder estatal de dos maneras. En primer lugar, el sistema CGS ayudó a acostumbrar al público al uso de monedas simbólicas [token]. En segundo lugar, la consolidación de los sistemas monetarios nacionales bajo una moneda nacional única consolidó el poder de los bancos centrales.
Primero, analicemos el auge de las monedas simbólicas. Antes del CGS, la mayoría de las monedas en circulación eran monedas de “peso completo”, cuyo valor asignado equivalía al valor de los metales que contenían. Sin embargo, con el auge del CGS y las monedas nacionales, se produjo un cambio clave. Según Helleiner, ésto supuso “la creación de la moneda simbólica subsidiaria, es decir, una moneda en la que el valor nominal de las unidades de menor denominación ya no se derivaba de su contenido metálico, sino de un valor asignado por el estado frente al oro. Para mantener su valor, el suministro de monedas simbólicas pasó a estar estrechamente controlado por el estado”.[23]
Por ejemplo, en el año 1905, un estadounidense podía llevar consigo una moneda de oro de U$S 10 para efectuar compras. Esta persona también podía tener un dólar de plata. Sin embargo, ese dólar de plata no equivalía a una décima parte del valor de la pieza de oro de U$S 10 en términos de su contenido metálico. El dólar de plata era una moneda simbólica. Su valor era asignado por un banco central o un régimen para que correspondiera a una determinada cantidad de la moneda nacional.
La moneda simbólica permitía al régimen simplemente crear monedas a partir de metales mucho menos valiosos que el oro que representaban estas monedas. En segundo lugar, el régimen ya no tenía que lidiar con el problema de la retirada del mercado de monedas competidoras infravaloradas, como solía ocurrir en el pasado. Ésto resultó conveniente para casi todos, ya que Europa llevaba mucho tiempo aquejada por la escasez de monedas para pagos a pequeña escala y para el pago de salarios. Este problema se agudizó a medida que más personas abandonaban la agricultura, para dedicarse al trabajo asalariado industrial. La disponibilidad de la moneda simbólica del estado contribuyó así a acabar con el uso tanto de monedas extranjeras como de peso completo.
A medida que esta moneda simbólica se popularizó, el público aprendió a usar monedas cuyo contenido metálico tenía poco que ver con el poder adquisitivo legalmente definido. Más importante aún, el público aprendió a confiar en que el valor de estas monedas ‒siempre denominadas en monedas nacionales como la libra y el dólar‒ sería gestionado de forma fiable por el régimen estatal.
Mientras tanto, los bancos centrales comenzaron a emitir billetes, los que se distanciaban cada vez más del oro subyacente en la mente de la mayoría de los ciudadanos. Martin van Creveld escribe: “En teoría, cualquier persona en cualquiera de estos países tenía libertad para entrar al banco y cambiar sus billetes por oro; sin embargo, excepto en Londres, quienes se atrevían a intentarlo probablemente se marchaban con las manos vacías cuando las sumas en cuestión no eran insignificantes”.
Ésto, sin embargo, no provocó pánico bancario para convertir billetes en oro. Más bien, la gente común del comercio nacional aprendió a asociar el papel moneda del régimen con el oro, pero sin insistir en poseerlo. Más importante aún, era conveniente usar papel moneda en lugar de llevar consigo pesadas y voluminosas monedas de metal. A medida que el público adoptaba este papel moneda fácil de usar, una cantidad cada vez mayor de oro fluía a las bóvedas de los bancos, incluidas las importantísimas bóvedas de los bancos centrales.
A principios de la década de 1860 ‒durante el período del bimetalismo‒, la oferta mundial de dinero en metálico estaba abrumadoramente en manos privadas. Pero ésto comenzó a cambiar. Marc Flandreau escribe:
Posiblemente el efecto más radical de la sustitución del bimetalismo por el patrón oro fue que despojó a las empresas privadas de la responsabilidad principal de gestionar el sistema monetario global. La uniformización de la base monetaria permitió que la estabilidad del tipo de cambio fuese lograda mediante autoridades monetarias con un comportamiento correcto. Era el momento oportuno para que los bancos centrales se apropiaran de una proporción cada vez mayor de los activos internacionales en lingotes, una tendencia que se aceleró después de 1873.[24]
Este creciente control también permitió a los regímenes otorgar aún más poder a los bancos centrales. Van Creveld escribe:
Independientemente de si eran de propiedad privada o pública, originalmente cada uno de estos bancos [centrales] había sido una institución emisora de billetes entre muchas, si bien una que, sirviendo como único refugio para los depósitos del estado, disfrutaba de una vida próspera que difícilmente podía dejar de crecer a expensas del resto. Hacia 1870, aproximadamente, no solo habían monopolizado la emisión de billetes en la mayoría de los países, sino que también comenzaban a regular otros bancos. Dado que las reservas de los bancos centrales superaban con creces las de todos los demás, era inevitable que se les llegara a considerar como prestamistas de última instancia.[25]
A medida que los bancos centrales se hicieron cargo de la banca de alta denominación, también intentaron dominar las transacciones cotidianas más pequeñas emitiendo monedas sueltas. Ésto animó al público a tener menos oro disponible aún. Van Creveld continúa: “Con el paso del tiempo, los bancos [centrales] de varios países compitieron entre sí para ver quién podía imprimir los billetes más pequeños (en Suecia, por ejemplo, fueron emitidos billetes de una corona, que valían apenas más que un chelín británico, o U$ 0,25), lo que provocó que aún más lingotes desaparecieran en sus propias bóvedas”.[26]
Este proceso de sustitución del oro y la plata por monedas llamadas shillings [chelines], coronas y dólares, por cierto, fue muy importante. Murray Newton Rothbard interpretó este cambio como lo que era. En su libro El Misterio de la Banca, Rothbard identifica cómo fue que etiquetar los metales preciosos como equivalentes a alguna denominación de la moneda oficial ayudó a los gobiernos nacionales a hacer pasar la moneda oficial por oro. Rothbard escribe:
Si los reyes pudieran obtener el monopolio para imprimir billetes de papel y considerarlos equivalentes a las monedas de oro, entonces habría existido un potencial ilimitado para la acumulación de riqueza. …
Si la unidad monetaria hubiese sido mantenida como unidad standard de peso, como la “onza de oro” o el “grain de oro”, habría sido mucho más difícil llevar a cabo con impunidad este acto de prestidigitación. Pero el público ya se había acostumbrado a la denominación pura como unidad monetaria, habituación que permitió a los reyes devaluar sin consecuencias la definición del nombre del dinero.
El siguiente paso fatal en el camino hacia la inflación crónica fue que el gobierno imprimiera billetes de papel y, utilizando diseños impresionantes y sellos reales, llamara al papel barato como la unidad de oro y lo utilizara como tal. Así, si el dólar es definido como 1/20 de onza de oro, el papel moneda surge cuando el gobierno imprime un billete de papel y lo llama “dólar”, tratándolo como el equivalente a un dólar de oro o 1/20 de onza de oro.
Si el público acepta el dólar de papel como equivalente al oro, el gobierno se convierte en falsificador legalizado, y el proceso de falsificación entra en juego.
Por lo tanto, vemos la importancia de asignar un nuevo nombre asociado con el gobierno a cierta cantidad de oro. Ésto ha permitido durante mucho tiempo al estado manipular el dinero de una manera que antes no era posible.
Alejándose del oro hacia un patrón oro monometálico
Esta maniobra de renombrar el oro como otra unidad monetaria, lamentablemente, fue de la mano con el sistema que ahora conocemos como el patrón oro clásico.
El siguiente paso fue definir estas nuevas monedas estrictamente en términos de oro y abandonar los elementos restantes de los patrones monetarios bimetálicos (es decir, oro y plata). David Glasner explica:
Aunque las monedas antiguas estaban hechas de metales preciosos, el concepto de un patrón monetario formal fue una innovación de los siglos XVIII y XIX. Antes de 1816, la libra nunca había sido definida legalmente por el Parlamento como un peso específico de oro o plata. Desde 1717, Inglaterra se regía por un patrón oro de facto, pero dicho patrón se debía a la infravaloración del oro respecto de la plata en la Casa de la Moneda, decretada por Sir Isaac Newton. Este patrón oro no se debía a una definición legal de la libra en términos de oro.[27]
En consecuencia, el gobierno británico suspendió la libre acuñación de monedas de plata en 1798 y adoptó un patrón oro exclusivo de jure con la ley de acuñación de monedas de 1816.
En el continente, los regímenes abandonaron gradualmente la plata y el bimetalismo debido a una serie de acontecimientos del mercado e intervenciones gubernamentales. Gracias a la práctica relativamente nueva de los gobiernos de imponer una proporción fija para los precios del oro y la plata, en lugar de adoptar precios de mercado de libre flotación, ésto significó que tanto el oro como la plata estuvieran infravalorados uno respecto del otro. El metal infravalorado se acumulaba en lugar de ser utilizado como medio de intercambio general. A lo largo de la primera mitad del siglo XIX, un nivel relativamente alto de producción de plata, combinado con una proporción fija, significó que el oro estaba legalmente infravalorado. El oro desapareció entonces en los tesoros y Francia, por ejemplo, adoptó un patrón plata de facto. Pero después de mediados de siglo, gracias en parte a los descubrimientos de oro en Alaska y Australia, las monedas de oro se volvieron más numerosas y relativamente sobrevaloradas. Ésto significó que el oro se convirtió en el medio de intercambio preferido, y que la plata se acumulaba o era destinada para fines no monetarios. Muchos regímenes mundiales, por lo tanto, avanzaron con mayor rapidez hacia el patrón oro.
Adoptar un patrón oro también facilitó el comercio con Gran Bretaña, potencia económica mundial en aquel momento. Los residentes de países con patrón oro podían comerciar con mayor facilidad con residentes de otros países que también lo utilizaran.
Para la década de 1860, Suiza, Italia, Bélgica y Francia formaron un bloque monetario común y avanzaron progresivamente hacia el patrón oro. En 1871, Alemania también adoptó el patrón oro, iniciando la era del patrón oro clásico en la mayor parte de Europa. Estados Unidos seguiría su ejemplo en 1894.
En este proceso, los propios gobiernos nacionales estuvieron muy involucrados. Estos regímenes pudieron manipular los precios relativos del oro y la plata mediante políticas que regulaban la libre acuñación de plata, a la vez que procuraban evitar situaciones que resultaran en grandes exportaciones de oro.
Por qué los gobiernos nacionales querían el Patrón Oro
El factor más importante de esta transición hacia el patrón oro radica menos en la adopción del oro en sí, y más en la adopción de un patrón monometálico. En el debate político sobre política monetaria, tanto los nacionalistas como los liberales percibieron los beneficios, ya que, como sostiene Helleiner, “la transición al patrón oro era considerada a menudo como la reforma monetaria clave que podría conducir a un orden monetario más unificado y homogéneo, controlado por el estado”.[28]
Para los liberales, ésto significaba simplificar los cálculos económicos para banqueros, comerciantes y agentes gubernamentales. Bajo un patrón oro monometálico, no sería necesario lidiar con la posible confusión que conlleva el cálculo de valores reales tanto en plata como en oro. Ésto también simplificaba el comercio internacional. Muchos liberales esperaban que ésto llevara a los regímenes mundiales hacia una unidad monetaria verdaderamente internacional, que abandonara por completo las monedas nacionales.
Esta perspectiva internacionalista es clave para comprender las opiniones liberales sobre el valor del patrón oro clásico. Pero los nacionalistas y los constructores del estado adoptaron una perspectiva más vinculada con la política interna. Helleiner escribe: “Si bien los liberales económicos veían al patrón oro en términos principalmente económicos e internacionalistas, los nacionalistas lo veían de una manera más interna y política, como útil para sus objetivos de fortalecer el poder estatal y su control sobre la economía, cultivar un sentido de identidad nacional colectiva, y consolidar la coherencia económica interna de la nación”.[29]
Además, estaban las ventajas del patrón oro para el propio régimen. El antiguo sistema de monedas en competencia generaba incertidumbre y mayores costos de transacción para el estado en términos de recaudación de impuestos y supervisión estatal de la actividad económica. El orden monetario consolidado del nuevo patrón oro redujo estos costos tanto para el público en general como para el régimen.
Pero este sistema dependía fundamentalmente de los estados para regular la situación y uniformizar los standards monetarios. En su intento por crear un sistema monetario eficiente para la economía de mercado, los liberales pro libre mercado acabaron recurriendo al estado para garantizar que el sistema facilitara el intercambio en el mercado. Como resultado, Flandreau concluye: “El surgimiento del patrón oro realmente allanó el camino para la nacionalización del dinero. Ésto podría explicar por qué el patrón oro fue, en lo que respecta a la historia del capitalismo occidental, un experimento tan breve, destinado a dar paso pronto a la moneda controlada”.[30]
Desafortunado final: La Primera Guerra Mundial
El consumidor común, por supuesto, no tenía forma de adivinar hacia dónde se encaminaba todo ésto: hacia el fin de la convertibilidad del oro ante la Primera Guerra Mundial. Fue entonces cuando los regímenes del patrón oro se dieron cuenta de que podían sacar provecho de toda la confianza que habían ganado durante el período del CGS. Una vez que estalló la guerra, la fachada de devoción del régimen a la “moneda sólida” se desvaneció de inmediato. El patrón oro había logrado aumentar el poder estatal sobre la emisión de billetes, la acuñación de monedas y el control físico de la especie. Durante la guerra, los estados se interesaron mucho en usar ese poder para enriquecerse. Van Creveld concluye:
En cuestión de días [tras el estallido de la guerra], todos los beligerantes demostraron lo que realmente pensaban de su propio papel moneda al retirarlo del oro, dejando así a sus ciudadanos prácticamente con las manos vacías. Se aprobaron leyes draconianas que exigían a quienes poseyeran monedas o lingotes de oro que los entregaran. A continuación, se pusieron en marcha las imprentas, que comenzaron a producir su producto en cantidades inimaginables.[31]
Tras menos de cuarenta y cinco años de vigencia del patrón oro clásico europeo, el resultado fue la confiscación del oro, el empoderamiento de los bancos centrales y la impresión de dinero a una escala sin precedentes. Estas medidas, por supuesto, se presentaron como “temporales”, y de hecho lo fueron a corto plazo. Pero todo se volvió permanente a medida que los antiguos regímenes del patrón oro migraron al depravado “patrón oro de intercambio” y luego al sistema de Bretton Woods. Es significativo que, cuando Franklin Roosevelt prohibió la posesión privada de oro en 1933, se basara en la legislación de 1917, aprobada en tiempos de guerra, para limitar severamente el uso privado del oro.
Un problema político, no económico
Sin embargo, es importante señalar que la adopción del CGS fue una bendición, ya que ofreció una moneda estable y fiable que impulsó el comercio internacional. Como ha demostrado Joseph Salerno, los intentos de culpar al patrón oro clásico por las depresiones y las calamidades económicas carecen de fundamento. La transición al patrón oro en el siglo XIX fue tan económica que coincidió con “un siglo de progreso material sin precedentes y relaciones pacíficas entre las naciones”.
Sin embargo, como comprendió Hayek, el CGS representó un paso hacia la nacionalización y manipulación monetaria, alejándose de la verdadera competencia de mercado. Desde la perspectiva de la construcción del estado, encontramos muchas razones por las que, a pesar de los aparentes límites impuestos por el patrón oro al poder del régimen, el efecto final del CGS fue el crecimiento del estado. Los nuevos poderes estatales, extendidos sobre el sistema monetario, fueron justificados por los liberales económicos y los economistas con el argumento de que estas medidas aumentaban la eficiencia y la standardización, a la vez que reducían los costos de transacción. Sin embargo, el resultado final ha sido todo menos eficiente.
La transición hacia el dinero controlado por el estado durante el último siglo es sólo parte de un proceso más amplio de monopolización del dinero por parte del estado. Durante los últimos 500 años, los estados se han vuelto cada vez más audaces al ejercer su control total sobre la oferta monetaria y el sistema financiero en general. El patrón oro clásico formó parte de este proceso, aunque ciertamente fue un proceso poco óptimo desde la perspectiva estatal. Sin embargo, en el siglo transcurrido desde la caída del patrón oro, los estados han logrado el control casi total del dinero, poder que no cederán fácilmente.
________________________________________
[1] David Glasner, “An Evolutionary Theory of State Monopoly over Money,” in Money and the Nation State: The Financial Revolution, Government and the World Monetary System, ed. Kevin Dowd and Richard H. Timberlake Jr. (New Brunswick, NJ: Transaction Publishers, 1998), pp. 21–46, esp. p. 27.
[2] Martin Van Creveld, The Rise and Decline of the State (Cambridge: Cambridge University Press, 1999), p. 226.
[3] Ibid., p. 226.
[4] John H. Munro, “The Medieval Origins of the Financial Revolution: Usury, Rentes, and Negotiability” in International History Review 25, no. 3 (September 2003): 505–62, esp. 548.
[5] Ibid.
[6] Charles P. Kindleberger, “Economic and Financial Crises and Transformations in Sixteenth-Century Europe,” in Essays in History: Financial, Economic, Personal (Ann Arbor: University of Michigan Press, 1999), pp. 72–94, esp. p. 75.
[7] Ibid.
[8] Ibid., p. 6.
[9] Ibid., p. 6.
[10] Kindleberger, “Economic and Financial Crises and Transformation in Sixteenth-Century Europe,” p. 76.
[11] Jan Sytze Mosselaar, A Concise Financial History of Europe (Rotterdam: Robeco, 2018), p. 53.
[12] Ibid., p. 54.
[13] Van Creveld, The Rise and Decline of the State, p. 226.
[14] Kindleberger, “Economic and Financial Crises and Transformations in Sixteenth-Century Europe,” p. 87.
[15] T.S. Ashton, The Industrial Revolution: 1760–1830 (New York: Oxford University Press, 1964,) pp. 69–70.
[16] Glasner, “An Evolutionary Theory of State Monopoly over Money,” p. 28.
[17] The bank was created as a result of the financial crisis of 1672 during which—in spite of the advantages of the state’s longtime monopoly on coinage—Charles II suspended altogether the payment of coins to his creditors. He eventually paid his debts, but the episode raised calls for the creation of a “public” bank that would lower risk and guarantee the payment of the government’s debts.
[18] Van Creveld, The Rise and Decline of the State, p. 233.
[19] Glasner, “An Evolutionary Theory of State Monopoly over Money,” p. 38.
[20] F. A. Hayek, The Denationalisation of Money—the Argument Refined (London: Institute of Economic Affairs, 1976), p. 131.
[21] Ibid.
[22] Eric Helleiner, “Denationalising Money? Economic Liberalism and the ‘National Question’ in Currency Affairs,” in Nation-States and Money: The Past, Present and Future of National Currencies, ed. Emily Gilbert and Eric Helleiner (Oxford: Routledge, 1999), p. 140.
[23] Helleiner, ”Denationalising Money?,” p. 142.
[24] Marc Flandreau, The Glitter of Gold: France, Bimetallism, and the Emergence of the International Gold Standard, 1848–1873 (New York: Oxford University Press, 2003), p. 214.
[25] Martin van Creveld, The Rise and Decline of the State (Cambridge: Cambridge University Press, 1999), p. 233.
[26] Van Creveld, Rise and Decline of the State, p. 233.
[27] David Glasner, “An Evolutionary Theory of State Monopoly over Money,” in Money and the Nation State: The Financial Revolution, Government and the World Monetary System, ed. Kevin Dowd and Richard H. Timberlake Jr. (New Brunswick, NJ: Transaction Publishers, 1998), p. 38.
[28] Helleiner, “Denationalising Money?,” p. 140.
[29] Helleiner, ”Denationalising Money?,” p. 145.
[30] Flandreau, The Glitter of Gold, p. 214.
[31] Van Creveld, Rise and Decline of the State, p. 234.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko