El polvorín de Cashmir

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    El 22 de Abril de 2025, militantes abrieron fuego cerca de la zona de Pahalgam, en Cashmir administrada por India, matando a veintiséis personas, en su mayoría turistas indios. Fue el ataque más mortífero contra civiles en la región en más de dos décadas. En cuestión de horas, Nueva Delhi acusó a Pakistán de albergar a los perpetradores, alegando que estaban vinculados a grupos con sede en Pakistán, como Lashkar-e-Taiba, que operan bajo el paraguas de un grupo en la sombra llamado “Resistencia de Cashmir”. Pakistán negó rápidamente cualquier implicación. Sin embargo, las negaciones no lograron detener la escalada de consecuencias.

    Desde entonces, India ha suspendido el Tratado de las Aguas del Indo, ha reducido el grado de sus relaciones diplomáticas, ha revocado visas a ciudadanos pakistaníes, y ha cerrado los cruces fronterizos. Pakistán respondió con la misma rapidez: cerró su espacio aéreo a los vuelos indios, detuvo el comercio, y amenazó con abandonar el Acuerdo de Simla de 1972. Poco después se produjeron bombardeos transfronterizos a lo largo de la Línea de Control (LdC). Aunque inicialmente no se reportaron víctimas, la situación se ha convertido rápidamente en uno de los episodios más peligrosos en el sur de Asia desde la crisis de Pulwama-Balakot de 2019, o posiblemente el enfrentamiento militar de 2001-2002.

    Pero este momento no se trata de un único ataque. Forma parte de una larga y explosiva historia arraigada en la partición, la guerra, la violencia indirecta, y el status aún sin resolver de Cashmir.

    La hostilidad entre India y Pakistán se remonta a sus inicios en 1947. La apresurada y violenta partición de la India británica creó dos estados sucesores, divididos por la identidad religiosa y por disputas territoriales. El estado-principado Jammu y Cashmir, región de mayoría musulmana gobernada por un monarca hindú, se convirtió en el primer y más persistente foco de tensión. Su anexión a India en Octubre de 1947, tras una invasión de milicias tribales pakistaníes, desencadenó la Primera Guerra de Cashmir. Para cuando la ONU negoció un alto el fuego en 1949, la región estaba dividida en dos: Pakistán controlaba lo que denominaba “Azad Cashmir”, mientras que India conservaba Jammu y Cashmir propiamente dicha. Ambos países reclamaban la totalidad del territorio, e incorporaron esta reivindicación a sus identidades nacionales.

    En 1965, Pakistán inició la Segunda Guerra de Cashmir, bajo la creencia de que la rebelión popular en la Cashmir controlada por India se alinearía con su incursión militar. El conflicto terminó en un punto muerto, pero las tensiones persistieron. Seis años después, en 1971, India y Pakistán volvieron a la guerra, esta vez no por Cashmir, sino como lucha por la independencia de Pakistán Oriental. La decisiva intervención de India condujo a la creación de Bangladesh, humillante golpe para el estamento militar pakistaní, y una transformación del equilibrio de poder en el sur de Asia.

    (Aunque nominalmente neutral, Estados Unidos se inclinó hacia Pakistán durante este período ‒sobre todo bajo Nixon y Kissinger durante la guerra de 1971‒, siguiendo la lógica de la Guerra Fría y como vía de comunicación con China, hecho que aún alimenta el escepticismo indio sobre la mediación estadounidense).

    El Acuerdo de Simla de 1972, posterior a la guerra, buscó reducir la escalada de futuros conflictos, al enmarcar a Cashmir como un asunto bilateral. Sin embargo, durante las dos décadas siguientes se hizo evidente que ninguna de las partes estaba dispuesta a ceder.

    A finales de la década de 1980, se inició una nueva fase: la insurgencia. El descontento entre los musulmanes cashmires por la represión política y la manipulación electoral en la Cashmir administrada por India, estalló en una violenta rebelión. Aprovechando la oportunidad, Pakistán comenzó a brindar apoyo encubierto a grupos militantes, como Hizbul Mujahideen y, posteriormente, Lashkar-e-Taiba y Jaish-e-Mohammed. Estos grupos perpetraron ataques mortales en Jammu y Cashmir, a menudo dirigidos contra soldados, policías y, cada vez más, civiles indios.

    India respondió con mano militar contundente. La región se convirtió en una de las más militarizadas del mundo, con cientos de miles de tropas desplegadas, extensas operaciones de contrainsurgencia, toques de queda, y ejecuciones extrajudiciales. Los abusos contra los derechos humanos aumentaron. Pero la postura de Nueva Delhi se mantuvo firme: Cashmir es parte integral de India. Pakistán, por su parte, negó su implicación directa, al tiempo que glorificaba a los “luchadores por la libertad”.

    Este período también presenció la transformación más alarmante en la ecuación entre India y Pakistán: la nuclearización. Ambos países efectuaron pruebas nucleares en 1998, confirmando lo que muchos sospechaban. Washington había hecho la vista gorda ante el programa nuclear clandestino de Pakistán durante la década de 1980, en gran parte porque Islamabad era un socio clave de Estados Unidos en la guerra contra los soviéticos en Afghanistan. Del mismo modo, el anterior programa nuclear de India nunca fue disuadido significativamente por las iniciativas occidentales de no proliferación y, de hecho, posteriormente recibió luz verde durante el gobierno de George W. Bush. Con armas nucleares en juego, los riesgos del conflicto se intensificaron drásticamente, incluso mientras continuaban las guerras indirectas.

    El conflicto de Kargil de 1999 se produjo a los pocos meses de la Declaración de Lahore, un deshielo poco común en las relaciones bilaterales. Soldados pakistaníes, disfrazados de militantes, se infiltraron en posiciones indias en la región de Kargil, en Cashmir. India montó una respuesta militar a gran escala. Aunque el conflicto tuvo un alcance limitado, puso de relieve la fragilidad de la paz, incluso bajo la sombra nuclear.

    Las tensiones volvieron a estallar en 2001 cuando se atribuyó un ataque al Parlamento indio a grupos con sede en Pakistán. A ésto le siguió un enfrentamiento militar de diez meses, que puso a ambos ejércitos en alerta máxima. Escaladas similares se produjeron tras los atentados de Bombay de 2008, que dejaron más de 170 muertos, y se vincularon directamente con Lashkar-e-Taiba.

    En 2016, y de forma más grave en 2019 tras el atentado suicida de Pulwama, India cambió de estrategia. En lugar de limitar su respuesta a la diplomacia, lanzó lo que denominó “ataques quirúrgicos” a lo largo de la LdC, e incluso llevó a cabo un ataque aéreo en Balakot, Pakistán. Pakistán respondió derribando un avión de combate indio. El patrón se estaba volviendo claro: ataque militante, represalia india, negación pakistaní, y mediación internacional para alejar del abismo a ambas naciones con armas nucleares.

    Estados Unidos ha desempeñado a menudo un papel entre bastidores en estos momentos de desescalada, pero su capacidad para ejercer presión ha disminuido. El auge estratégico y económico de India, sus vínculos cada vez más estrechos con Occidente, y el deseo de Washington de contrarrestar a China, limitan la disposición estadounidense a confrontar públicamente a Nueva Delhi. Mientras tanto, la influencia de Pakistán sobre Washington ha disminuido desde el final de la guerra en Afghanistan.

    La crisis actual sigue de cerca ese guión, pero con giros preocupantes. El hecho de que el ataque fuese dirigido contra turistas, no contra las fuerzas de seguridad, marca un cambio radical en las tácticas militantes. La suspensión por parte de India del Tratado de las Aguas del Indo, excepcional y de larga data ejemplo de cooperación, indica que incluso acuerdos antaño sacrosantos, están ahora en peligro de ser eliminados. Las amenazas de Pakistán de abandonar Simla podrían desmantelar los cimientos mismos de su marco diplomático.

    Además, la política interna en ambos países aumenta la tensión. En India, un fuerte gobierno nacionalista considera la firmeza con Pakistán como una ventaja política. En Pakistán, una administración civil en dificultades y un ejército poderoso, podrían considerar la confrontación como una forma de consolidar la unidad nacional o de distraer la atención de la inestabilidad interna.

    Mientras tanto, el pueblo de Cashmir sigue atrapado en el fuego cruzado, explotado por militantes, reprimido por las fuerzas de seguridad, e ignorado en la mayoría de los cálculos diplomáticos. El plebiscito largamente prometido sobre el futuro de Cashmir, trazado por las Naciones Unidas en 1948, nunca se ha materializado. Ni India ni Pakistán parecen dispuestos a arriesgarse a una intervención democrática que pueda socavar sus reivindicaciones.

    Una desescalada es urgentemente necesaria, pero requerirá algo más que la gestión de crisis. La atención mundial suele centrarse en el sur de Asia sólo cuando la guerra parece inminente. Pero a menos que los problemas sean abordados de raíz ‒soberanía, autodeterminación y desconfianza mutua‒, este ciclo se repetirá.

    Tanto India como Pakistán tienen el poder de destruirse mutuamente. Pero ambos tienen también el poder de cambiar la narrativa. Poner fin a la militancia, desmilitarizar la Línea de Control, restablecer las vías de comunicación, y otorgar a los cashmires una voz significativa en su futuro, no son imposibles. Sencillamente requieren valentía y decision política.

    No debe permitirse que la tragedia de Pahalgam desemboque en otra guerra. El sur de Asia ha vivido demasiadas. Pero, a juzgar por la historia, prevenir la próxima guerra exigirá algo más que diplomacia reactiva, y requerirá la disposición a asumir un gran riesgo político por parte de los líderes de ambas partes.

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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