Historia de China e Historia de Rusia
Aunque siempre tuve gran interés por la historia, ingenuamente creía en lo que leía en mis libros de texto. Por lo tanto, consideraba la historia estadounidense demasiado insulsa y aburrida como para estudiarla.
En cambio, un país que me fascinó especialmente fue China, el país más poblado del mundo y con la más antigua civilización continua, con una enmarañada historia moderna de agitación revolucionaria, que luego se reabrió repentinamente a Occidente durante la administración de Nixon y bajo las reformas económicas de Deng, que comenzaron a revertir décadas de fracaso económico maoísta.
En 1978 asistí a un seminario de posgrado en la UCLA sobre economía política rural china, y posiblemente leí treinta o cuarenta libros durante ese semestre. El influyente libro de E. O. Wilson, Sociobiología: La Nueva Síntesis había sido publicado un par de años antes, revitalizando ese campo tras décadas de dura supresión ideológica. Con sus ideas presentes en mi mente, no pude evitar notar las obvias implicancias del material que estaba leyendo. Los chinos siempre me habían parecido un pueblo muy inteligente, y la estructura de la economía rural tradicional china generó una presión selectiva darwinista social tan fuerte que se podía cortar con un cuchillo, ofreciendo así una explicación muy elegante de cómo los chinos llegaron a ser así. Un par de años después, en la universidad, redacté mi teoría mientras estudiaba con Wilson, y décadas después la recuperé, publicando finalmente mi análisis titulado “Cómo el darwinismo social creó la China moderna”.
Dado que el pueblo chino posee un talento innato tan tremendo, y su potencial ya demostrado a mucho menor escala en Hong Kong, Taiwán y Singapur, creía que había una gran probabilidad de que las reformas de Deng desataran un enorme crecimiento económico, y efectivamente, eso fue exactamente lo que sucedió. A finales de la década de 1970, China era más pobre que Haití, pero siempre les decía a mis amigos que podría llegar a dominar la economía mundial en un par de generaciones. Y aunque al principio la mayoría de ellos era bastante escéptica ante una afirmación tan descabellada, cada pocos años se volvían un poco menos escépticos. Durante años, The Economist fue mi revista favorita. En 1986 publicaron una carta mía especialmente larga en la que destacaba el enorme potencial creciente de China, y los instaba a ampliar su cobertura con una nueva sección sobre Asia. Al año siguiente, hicieron precisamente eso.
Ahora me siento profundamente humillado por haber pasado la mayor parte de mi vida equivocándome por completo en tantas cosas durante tanto tiempo, y me aferro a China como una muy bienvenida excepción. No se me ocurre ningún acontecimiento de los últimos cuarenta años que no hubiera esperado a finales de los ‘70, y la única sorpresa fue la total ausencia de sorpresas. La única “revisión” que he tenido que hacer en mi marco histórico es que siempre había aceptado con naturalidad la afirmación generalizada de que el desastroso Gran Salto Adelante de Mao de 1959-61 causó 35 millones o más de muertes. Pero recientemente me he topado con serias dudas, que sugieren que tal cifra podría ser considerablemente exagerada, y hoy podría admitir la posibilidad de que hayan muerto sólo 15 millones o menos.
Pero aunque siempre tuve un gran interés en China, la historia europea me fascinaba aún más, con la interacción política de tantos estados en conflicto, y las enormes convulsiones ideológicas y militares del siglo XX.
En mi injustificada arrogancia, a veces también disfrutaba de la sensación de ver obviedades sobre las que los periodistas de revistas o periódicos se equivocaban por completo; errores que a menudo también se colaban en las narrativas históricas. Por ejemplo, los debates sobre las titánicas luchas militares del siglo XX entre Alemania y Rusia, a menudo hacían referencias casuales a la tradicional hostilidad entre estos dos grandes pueblos que durante siglos se habían mantenido como acérrimos rivales, representando la eterna lucha de los eslavos contra los teutones por el dominio de Europa del Este.
Aunque la sangrienta historia de las dos guerras mundiales hacía que esta idea pareciera obvia, era errónea. Antes de 1914, estas dos nacionalidades no se habían enfrentado en los 150 años anteriores, e incluso la Guerra de los Siete Años de mediados del siglo XVIII implicó una alianza rusa con la Austria germánica contra la Prusia germánica, lo que difícilmente llegó a constituir un conflicto de civilizaciones. Rusos y alemanes habían sido aliados incondicionales durante las interminables guerras napoleónicas, y cooperaron estrechamente durante las eras de Metternich y Bismarck que siguieron, mientras que incluso en 1904, Alemania había apoyado a Rusia en su fallida guerra contra Japón. Durante la década de 1920, la Alemania de Weimar y la Rusia soviética mantuvieron una estrecha cooperación militar. El Pacto Hitler-Stalin de 1939 marcó el inicio de la Segunda Guerra Mundial, y durante la larga Guerra Fría, la URSS no tuvo un satélite más leal que Alemania Oriental. Quizás dos docenas de años de hostilidad a lo largo de los últimos tres siglos, con buenas relaciones o incluso una alianza abierta durante la mayor parte del resto, difícilmente sugerían que rusos y alemanes fueran enemigos hereditarios.
Además, durante gran parte de ese período, la élite gobernante rusa había tenido un considerable matiz germánico. La legendaria Catalina la Grande de Rusia había sido princesa alemana de nacimiento, y a lo largo de los siglos, tantos gobernantes rusos se habían casado con alemanas que los zares posteriores de la dinastía Romanov solían ser más alemanes que rusos. La propia Rusia contaba con una población alemana sustancial pero muy asimilada, muy bien representada en los círculos políticos de élite, siendo los apellidos alemanes bastante comunes entre los ministros del gobierno y, en ocasiones, entre importantes comandantes militares. Incluso un alto líder de la revuelta decembrista de principios del siglo XIX tenía ascendencia alemana, pero era un ferviente nacionalista ruso en su ideología.
Bajo el gobierno de esta clase dirigente mixta rusa y alemana, el Imperio ruso había ascendido de forma constante hasta convertirse en una de las principales potencias del mundo. De hecho, dado su enorme tamaño, mano de obra y recursos, junto con una de las tasas de crecimiento económico más rápidas y un aumento natural de la población total que no se quedó atrás, un observador de 1914 podría haber predicho fácilmente que pronto dominaría el continente europeo, y quizás incluso gran parte del mundo, tal como Tocqueville profetizó en las primeras décadas del siglo XIX. Una causa subyacente crucial de la Primera Guerra Mundial fue la creencia británica de que sólo una guerra preventiva podría impedir el ascenso de Alemania, pero sospecho que una causa secundaria importante fue la noción alemana paralela de que eran necesarias medidas similares contra el ascenso de Rusia.
Obviamente, todo este panorama fue transformado por completo con la Revolución Bolchevique de 1917, que barrió del poder al antiguo orden, masacrando a gran parte de sus líderes y obligando al resto a huir, marcando así el comienzo de la era moderna de regímenes ideológicos y revolucionarios. Crecí durante las últimas décadas de la larga Guerra Fría, cuando la Unión Soviética se erigió como el gran adversario internacional de Estados Unidos, por lo que la historia de esa revolución y sus consecuencias siempre me fascinaron. Durante la universidad y el posgrado, probablemente leí al menos cien libros sobre ese tema general, devorando las brillantes obras de Solzhenistyn y Sholokhov, los voluminosos volúmenes históricos de académicos de renombre como Adam Ulam y Richard Pipes, así como los escritos de destacados disidentes soviéticos como Roy Medvedev, Andrei Sakharov y Andrei Amalrik. Me fascinó la trágica historia de cómo Stalin superó en estrategia a Trotsky y a sus otros rivales, lo que condujo a las purgas masivas de la década de 1930, cuando la creciente paranoia de Stalin provocó una pérdida de vidas tan gigantesca.
No era tan ingenuo como para no reconocer algunos de los poderosos tabúes que rodeaban al debate sobre los bolcheviques, en particular en lo que respecta a su composición étnica. Aunque la mayoría de los libros apenas enfatizaban este punto, cualquiera con un ojo atento a alguna frase o párrafo ocasional seguramente sabría que los judíos estaban enormemente sobrerrepresentados entre los principales revolucionarios, con tres de los cinco posibles sucesores de Lenin ‒Trotsky, Zinoviev y Kamenev‒ todos provenientes de ese entorno, junto con muchos otros dentro de la alta dirección comunista. Obviamente, ésto era tremendamente desproporcionado en un país con una población judía de quizás 4%, y sin duda ayudó a explicar el gran aumento de la hostilidad mundial hacia los judíos poco después, que a veces adoptó las formas más desquiciadas e irracionales, como la popularidad de Los Protocolos de los Sabios de Sión y la famosa publicación de Henry Ford, El Judío Internacional. Pero con los judíos rusos con muchas más probabilidades de ser educados y urbanizados, y sufriendo una feroz opresión antisemita bajo los zares, todo parecía tener sentido.
Los banqueros judíos y la revolución bolchevique
Entonces, hace quizás catorce o quince años, me topé con una ruptura en mi continuo espacio-temporal personal, una de las primeras de muchas que vendrían.
En este caso particular, un amigo particularmente derechista del teórico evolucionista Gregory Cochran llevaba largos días navegando por Stormfront, un importante foro de internet para la extrema derecha, y al encontrarse con una notable afirmación fáctica, me pidió mi opinión. Supuestamente Jacob Schiff, el principal banquero judío de Estados Unidos, había sido el principal apoyo financiero de la Revolución Bolchevique, proporcionando a los revolucionarios comunistas U$S 20 millones en financiamiento.
Mi primera reacción fue que tal idea era completamente ridícula, ya que un hecho tan enormemente explosivo no podría haber sido ignorado por las muchas docenas de libros que había leído sobre los orígenes de esa revolución. Pero la fuente parecía extremadamente precisa. En la edición del 3 de Febrero de 1949 de The New York Journal-American, entonces uno de los principales periódicos locales, el columnista de Knickerbocker escribió: “Hoy en día, el nieto de Jacob, John Schiff, estima que el anciano gastó unos U$S 20 millones en el triunfo final del bolchevismo en Rusia”.
Tras investigar un poco, descubrí que numerosos relatos de la corriente dominante describían la enorme hostilidad de Schiff hacia el régimen zarista por su maltrato a los judíos, y hoy en día, incluso una fuente tan tradicional como la entrada de Wikipedia sobre Jacob Schiff señala que éste desempeñó un papel fundamental en el financiamiento de la Revolución rusa de 1905, como quedó revelado en las memorias de uno de sus colaboradores clave. Y si se busca “jacob schiff bolshevik revolution”, aparecen muchas otras referencias, las que representan una amplia variedad de posturas y grados de credibilidad. Una declaración muy interesante aparece en las memorias de Henry Wickham Steed, editor de The Times de Londres y uno de los periodistas internacionales más destacados de su época. Con total naturalidad, mencionó que Schiff, Warburg y otros importantes banqueros judíos internacionales, se encontraban entre los principales patrocinadores de los bolcheviques judíos, a través de quienes esperaban obtener una oportunidad para la explotación judía de Rusia, y describió sus esfuerzos de cabildeo en nombre de sus aliados bolcheviques en la Conferencia de Paz de París de 1919, tras el fin de la Primera Guerra Mundial.
Incluso el análisis muy reciente y sumamente escéptico del libro de Kenneth D. Ackerman, Trotsky en New York, 1917, publicado en 2016, señala que los informes de la Inteligencia militar estadounidense de la época hicieron directamente esa asombrosa afirmación, señalando a Trotsky como el conducto para el fuerte respaldo financiero de Schiff y numerosos otros financieros judíos. En 1925, esta información fue publicada en el periódico británico The Guardian, y fue ampliamente debatida y aceptada durante las décadas de 1920 y 1930 por numerosos medios de comunicación importantes, mucho antes de que el propio nieto de Schiff confirmara directamente esos hechos en 1949. Con cierta indiferencia, Ackerman descarta toda esta considerable evidencia contemporánea como “antisemita” e “historia de conspiración”, argumentando que, dado que Schiff era un conocido conservador que nunca había mostrado simpatía por el socialismo en su propio entorno estadounidense, seguramente no habría financiado a los bolcheviques.
Es cierto que algunos detalles podrían haber sido fácilmente distorsionados con el tiempo. Por ejemplo, aunque Trotsky se convirtió rápidamente en el segundo después de Lenin en la jerarquía bolchevique, a principios de 1917 ambos hombres aún mantenían una enconada hostilidad por diversas disputas ideológicas, por lo que ciertamente no se le consideraba miembro de ese partido. Y dado que hoy en día todos reconocen que Schiff financió considerablemente la fallida Revolución rusa de 1905, parece perfectamente posible que la cifra de U$S 20 millones mencionada por su nieto, se refiera al total entregado a lo largo de los años en apoyo a los diferentes movimientos y líderes revolucionarios rusos, los que finalmente culminaron en el establecimiento de la Rusia bolchevique. Pero con tantas fuentes aparentemente creíbles e independientes que hacen afirmaciones tan similares, los hechos básicos parecen casi indiscutibles.
Consideremos las implicancias de esta notable conclusión. Supongo que la mayor parte del financiamiento de Schiff a las actividades revolucionarias fue gastada como estipendios para activistas y para sobornos. Ajustados a los ingresos familiares promedio de la época, U$S 20 millones equivaldrían a U$S 2.000 millones actuales. Sin duda, sin un apoyo financiero tan enorme, la probabilidad de la victoria bolchevique habría sido mucho menor, quizás casi imposible.
Cuando la gente solía bromear sobre la absoluta locura de las “teorías conspirativas antisemitas”, el mejor ejemplo que se mencionaba era la idea, evidentemente absurda, de que los banqueros judíos internacionales habían creado el movimiento comunista mundial. Y, sin embargo, desde cualquier punto de vista razonable, esta afirmación parece ser más o menos cierta, y al parecer era ampliamente conocida, al menos a grandes rasgos, durante décadas después de la Revolución Rusa, pero nunca había sido mencionada en ninguna de las numerosas historias más recientes que moldearon mi propio conocimiento de aquellos acontecimientos. De hecho, ninguna de estas exhaustivas fuentes había mencionado siquiera el nombre de Schiff, aunque era universalmente reconocido que había financiado la Revolución de 1905, la que era a menudo analizada con gran detalle en muchos de esos importantes libros. ¿Qué otros hechos asombrosos podrían estar ocultando?
Cuando alguien se encuentra con nuevas y notables revelaciones en un área de la historia en la que sus conocimientos eran rudimentarios ‒poco más que libros de texto introductorios o cursos de Historia‒ el resultado es conmoción y vergüenza. Pero cuando la misma situación se presenta en un área sobre la que había leído decenas de miles de páginas de los principales textos de autoridad, que aparentemente exploraban cada pequeño detalle, sin duda su sentido de la realidad comienza a desmoronarse.
En 1999 la Universidad de Harvard publicó la edición en inglés de El Libro Negro del Comunismo, cuyos seis coautores dedicaron 850 páginas a documentar los horrores infligidos al mundo por ese sistema obsoleto, que había causado una cifra total de muertos que estimaron en 100 millones. Nunca he leído ese libro, y a menudo he oído que el supuesto recuento de muertos ha sido ampliamente cuestionado. Pero para mí, el detalle más notable es que, al examinar el índice de 35 páginas, veo profusión de entradas para individuos totalmente desconocidos, cuyos nombres seguramente son desconocidos para todos, salvo para los especialistas más eruditos. Pero no hay ninguna entrada para Jacob Schiff, el mundialmente famoso banquero judío que aparentemente financió la creación de todo el sistema en primer lugar. Ni para Olaf Aschberg, el poderoso banquero judío sueco, quien desempeñó un papel fundamental al brindar sustento financiero a los bolcheviques durante los primeros años de su amenazado régimen, e incluso fundó el primer banco internacional soviético.
Henry Ford y El Judío Internacional
Cuando uno descubre una grieta en la realidad, es natural que nos escudriñemos nerviosamente, preguntándonos qué misteriosos objetos podrían albergar. El libro de Ackerman denunciaba la idea de que Schiff hubiera financiado a los bolcheviques como “un cliché predilecto de la propaganda antijudía nazi” y, justo antes de esas palabras, publicó una denuncia similar contra The Dearborn Independent de Henry Ford, una publicación que en su momento me habría significado muy poco. Aunque el libro de Ackerman aún no había sido publicado cuando comencé a considerar la historia de Schiff hace doce años, muchos otros escritores habían combinado ambos temas de forma similar, así que decidí explorar el asunto.
El propio Ford fue una persona muy interesante, y su papel en la historia mundial recibió muy poca cobertura en mis libros de texto básicos de historia. Aunque las razones exactas de su decisión de aumentar el salario mínimo a 5 U$S/día en 1914 ‒el doble del salario promedio actual de los trabajadores industriales en Estados Unidos‒ son discutibles, sin duda parece haber jugado un papel fundamental en la creación de nuestra clase media. También adoptó una política altamente paternalista al proporcionar buenas viviendas y otros servicios a sus trabajadores, un cambio radical respecto del capitalismo del “Barón Ladrón”, tan extendido en aquella época, lo que lo convirtió en un héroe mundial para los trabajadores industriales y sus defensores. De hecho, el propio Lenin consideraba a Ford una figura destacada en el firmamento revolucionario mundial, pasando por alto sus opiniones conservadoras y su compromiso con el capitalismo, centrándose en cambio en sus notables logros en productividad laboral y bienestar económico. Es un detalle olvidado de la historia que, incluso después de que se hiciera pública la considerable hostilidad de Ford hacia la Revolución Rusa, los bolcheviques aún describieran su propia política de desarrollo industrial como “fordismo”. De hecho, no era raro ver retratos de Lenin y Ford colgados uno junto al otro en las fábricas soviéticas, representando a los dos mayores santos seculares del panteón bolchevique. En cuanto a The Dearborn Independent, al parecer Ford había lanzado su periódico a nivel nacional poco después del final de la guerra, con la intención de centrarse en temas controvertidos, especialmente los relacionados con la mala conducta judía, cuyo análisis ‒según él‒ estaba siendo ignorado o suprimido por casi todos los medios de comunicación tradicionales. Sabía que había sido durante mucho tiempo una de las personas más ricas y respetadas de Estados Unidos, pero aun así me sorprendió descubrir que su semanario, hasta entonces casi desconocido para mí, había alcanzado una circulación nacional total de 900.000 ejemplares en 1925, convirtiéndose en el segundo más grande del país y, con diferencia, el de mayor distribución nacional. No me resultó fácil examinar el contenido de un número típico, pero al parecer los artículos antijudíos de los primeros dos años habían sido recopilados y publicados en libros cortos, los que juntos constituyen los cuatro volúmenes de El Judío Internacional: El Problema Más Importante del Mundo, obra notoriamente antisemita sólo ocasionalmente mencionada en mis libros de historia. Finalmente, la curiosidad me venció, así que hice click en algunos botones en Amazon.com, compré el conjunto, y me pregunté qué descubriría.
Basándome en todas mis presuposiciones, esperaba leer un panfleto desbordante, y dudaba que pudiera pasar de las primeras doce páginas antes de perder el interés y dejar los volúmenes acumulando polvo en mis estanterías. Pero lo que encontré fue algo completamente diferente.
Durante las últimas dos décadas, el enorme crecimiento del poder de los grupos judíos y proisraelíes en Estados Unidos ha llevado ocasionalmente a los escritores a plantear con cautela ciertos hechos sobre la influencia negativa de esas organizaciones y activistas, aunque siempre enfatizando cuidadosamente que la gran mayoría de los judíos comunes no se benefician con estas políticas y, de hecho, podrían verse perjudicados por las mismas, incluso dejando de lado el posible riesgo de provocar una reacción antijudía. Para mi gran sorpresa, descubrí que el material de la serie de 300.000 palabras de Ford parecía seguir exactamente este mismo patrón y tono.
Las 80 columnas de los volúmenes de Ford generalmente abordan temas y eventos específicos, algunos de los cuales conocía bien, pero la mayoría estaban totalmente ocultos por el paso de casi cien años. Sin embargo, hasta donde pude ver, casi todos los análisis parecían bastante plausibles y basados en hechos, incluso a veces excesivamente cautelosos en su presentación, y con una posible excepción, no recuerdo nada que pareciera fantasioso o irrazonable. Por ejemplo, no se afirmaba que Schiff o sus colegas banqueros judíos hubieran financiado la Revolución Bolchevique, ya que esos hechos aún no habían salido a la luz, sólo que parecía apoyar firmemente el derrocamiento del zarismo y había trabajado para lograrlo durante muchos años, motivado por lo que él consideraba la hostilidad del Imperio ruso hacia sus súbditos judíos. Este tipo de debate no difiere mucho de lo que se podría encontrar en una biografía moderna de Schiff o en su entrada de Wikipedia, aunque muchos de los detalles importantes presentados en los libros de Ford han desaparecido del registro histórico. Aunque logré devorar los cuatro volúmenes de El Judío Internacional, el incesante murmullo de intrigas y desmanes judíos se volvió algo soporífero después de un tiempo, sobre todo porque muchos de los ejemplos presentados pudieron haber sido muy importantes en 1920 o 1921, pero hoy están casi totalmente olvidados. La mayor parte del contenido consistía en una colección de quejas bastante monótonas sobre fechorías, escándalos o exclusivismo judío, el tipo de asuntos mundanos que normalmente aparecerían en las páginas de un periódico o revista común, y mucho menos en uno de los más sensacionalistas.
Sin embargo, no puedo criticar la publicación por tener un enfoque tan limitado. Un tema recurrente fue que, debido al miedo intimidante a los activistas judíos y a su influencia, prácticamente todos los medios de comunicación tradicionales de Estados Unidos evitaban hablar de cualquiera de estos importantes asuntos, y dado que esta nueva publicación pretendía llenar ese vacío, necesariamente ofreció una cobertura abrumadoramente sesgada hacia ese tema en particular. Los artículos también buscaban ampliar gradualmente el debate público y, con el tiempo, incitar a otras publicaciones a debatir sobre la mala conducta judía. Cuando revistas importantes como The Atlantic Monthly y Century Magazine comenzaron a publicar este tipo de artículos, el resultado fue considerado un gran éxito.
Otro objetivo importante era concientizar a los judíos comunes sobre el comportamiento problemático de muchos de los líderes de su comunidad. En ocasiones, la publicación recibía una carta de elogio de un autoproclamado “judío estadounidense orgulloso”, que elogiaba la serie y, en ocasiones, incluía un cheque para comprar suscripciones para otros miembros de su comunidad. Este logro podía convertirse en tema de un extenso debate.
Y aunque los detalles de estas historias individuales diferían considerablemente de los actuales, el patrón de comportamiento criticado parecía notablemente similar. Si se modifican algunos hechos, y se adapta la sociedad a un siglo de progreso, muchas de las historias podrían ser exactamente las mismas que personas bienintencionadas, preocupadas por el futuro de nuestro país, discuten discretamente hoy. Lo más notable es que incluso hubo un par de columnas sobre la problemática relación entre los primeros colonos sionistas en Palestina, y los palestinos nativos de los alrededores, y profundas quejas de que, bajo la presión judía, los medios de comunicación a menudo tergiversaban por completo u ocultaban algunos de los atropellos sufridos por los palestinos nativos.
No puedo garantizar la exactitud general del contenido de estos volúmenes, pero al menos constituirían una fuente valiosísima de “materia prima” para una mayor investigación histórica. Muchos de los eventos e incidentes que relatan parecen haber sido completamente omitidos de los principales medios de comunicación de la época, y ciertamente nunca fueron incluidos en las narrativas históricas posteriores, dado que incluso historias tan conocidas como el importante apoyo financiero de Schiff a los bolcheviques, fueron completamente desechadas por George Orwell.
Los Protocolos de los Sabios de Sión
Como fue mencionado, abrumadoramente la mayor parte de El Judío Internacional parecía un simple recitado de quejas sobre la mala conducta judía. Pero hubo una importante excepción, que tiene muy diferente impacto en nuestra mentalidad moderna: el autor se tomó muy en serio Los Protocolos de los Sabios de Sión. Posiblemente ninguna “teoría de la conspiración” en la época moderna haya sido objeto de tanta difamación y ridiculización como Los Protocolos, pero un viaje de descubrimiento adquiere a menudo impulso propio, y me interesó la naturaleza de ese infame documento.
Al parecer, Los Protocolos salieron a la luz por primera vez durante la última década del siglo XIX, y el Museo Británico conservó una copia en 1906, pero atrajo relativamente poca atención en su momento. Sin embargo, todo ésto cambió después de la Revolución Bolchevique y el derrocamiento de muchos otros gobiernos de larga data al final de la Primera Guerra Mundial, lo que llevó a mucha gente a buscar una causa común tras tantas y enormes convulsiones políticas. Desde mi distancia de muchas décadas, el texto de Los Protocolos me resulta bastante soso e incluso aburrido, describiendo de forma bastante prolija un secreto plan de subversión destinado a debilitar los lazos del tejido social, enfrentar a los grupos entre sí, obtener el control de los líderes políticos mediante sobornos y extorsión, y finalmente restaurar la sociedad según ciertas rígidas líneas jerárquicas, con un grupo completamente nuevo al mando. Es cierto que contenía muchas perspicaces reflexiones sobre política o psicología, en particular el enorme poder de los medios de comunicación y los beneficios de promover testaferros políticos profundamente comprometidos o incompetentes y, por lo tanto, fácilmente controlables. Pero nada más me llamó la atención.
Quizás una de las razones por las que el texto de Los Protocolos me pareció tan poco inspirador es que, durante el siglo transcurrido desde su publicación, estas nociones de conspiraciones diabólicas por parte de grupos ocultos se han convertido en un tema común en nuestros medios de entretenimiento, con incontables miles de novelas de espías e historias de ciencia ficción que presentan algo similar, aunque éstas suelen implicar técnicas mucho más emocionantes, como una superarma o una droga poderosa. Si algún villano de Bond proclamara su intención de conquistar el mundo simplemente mediante la subversión política, sospecho que tal película fracasaría en taquilla.
Pero hace cien años, estas eran ideas aparentemente emocionantes y novedosas y, de hecho, el análisis de Los Protocolos en muchos de los capítulos de El Judío Internacional me resultó mucho más interesante e informativo que la lectura del texto original en sí. El autor de los libros de Ford lo trató apropiadamente como cualquier otro documento histórico, diseccionando su contenido, especulando sobre su procedencia, y preguntándose si sería o no lo que pretendía ser: un registro aproximado de las declaraciones de un grupo de conspiradores que buscaban el dominio del mundo, y que parecían ser una fraternidad de élite de judíos internacionales.
Otros contemporáneos también se tomaron muy en serio Los Protocolos. El prestigioso Times de Londres los respaldó plenamente, antes de retractarse posteriormente bajo fuertes presiones, y he leído que en la Europa de aquella época fueron publicados y vendidos más ejemplares que cualquier otro libro, salvo la Biblia. El gobierno bolchevique de Rusia rindió al volumen su propio y profundo respeto, y la mera posesión de Los Protocolos justificaba la ejecución inmediata.
Aunque The International Jew concluye que Los Protocolos eran posiblemente auténticos, dudo de esa posibilidad, basándome en el estilo y la presentación. Navegando por internet hace doce años, descubrí una gran variedad de opiniones, incluso dentro del ámbito de la extrema derecha, donde estos asuntos eran libremente discutidos. Recuerdo que un forista describió Los Protocolos como “basados en una historia real”, sugiriendo que alguien familiarizado con las maquinaciones secretas de la élite judía internacional contra los gobiernos existentes de la Rusia zarista y otros países, había redactado el documento para esbozar su visión de sus planes estratégicos, y tal interpretación me parece perfectamente plausible.
Otro lector afirmó en algún lugar que Los Protocolos eran pura ficción, pero aun así bastante significativos. Argumentó que las profundas percepciones sobre los métodos mediante los cuales un pequeño grupo conspirativo puede corromper y derrocar discretamente a poderosos regímenes existentes, posiblemente la situaron ‒junto con La República de Platón, y El Príncipe de Niccolò di Bernardo dei Machiavelli‒ como uno de los tres grandes clásicos de la filosofía política occidental, lo que le valió un lugar en la lista de lecturas obligatorias de todos los cursos de Ciencias Políticas 101. De hecho, el autor de los libros de Ford enfatiza que hay muy pocas menciones de los judíos en Los Protocolos, y todas las conexiones implícitas con conspiradores judíos podrían ser eliminadas por completo del texto sin afectar en absoluto su contenido.
Los judíos y las consecuencias de la Revolución bolchevique
Algunas ideas tienen consecuencias y otras no. Aunque mis libros de texto introductorios de historia mencionaban con frecuencia las actividades antisemitas de Henry Ford, su publicación de El judío internacional y la popularidad simultánea de Los Protocolos, nunca sugirieron un legado político duradero, o al menos no recuerdo tal afirmación. Sin embargo, una vez que leí el contenido y descubrí la enorme popularidad contemporánea de esos escritos, y la gran circulación nacional de The Dearborn Independent, rápidamente llegué a una conclusión muy diferente.
Durante décadas, los liberales pro-inmigración, muchos de ellos judíos, han sugerido que el antisemitismo fue un factor importante detrás de la Ley de Inmigración de 1924, que redujo drásticamente la inmigración europea durante los siguientes cuarenta años, mientras que los activistas anti-inmigración siempre lo han negado rotundamente. La evidencia documental de esa época ciertamente favorece la postura de estos últimos, pero realmente me pregunto qué importantes conversaciones privadas podrían no haberse plasmado en el Registro del Congreso. El abrumador apoyo popular a la restricción migratoria había sido bloqueado con éxito durante décadas por poderosos intereses empresariales, los que se beneficiaron enormemente con la reducción salarial derivada de la feroz competencia laboral. Pero ahora la situación había cambiado repentinamente, y sin duda la Revolución Bolchevique en Rusia debió de haber ejercido poderosa influencia.
Mayoritariamente poblada por rusos, Rusia había sido gobernada durante siglos por una élite gobernante rusa. Entonces, revolucionarios mayoritariamente judíos, provenientes de un grupo que representaba tan sólo a 4% de la población, aprovecharon la derrota militar y la inestabilidad política para tomar el control del país, masacrando a esas élites anteriores u obligándolas a huir desesperadamente al extranjero como refugiados sin dinero.
Trotsky y gran parte de los principales revolucionarios judíos vivían exiliados en la ciudad de New York, y ahora muchos de sus primos judíos que aún residían en Estados Unidos comenzaban a proclamar a viva voz que pronto se produciría una revolución similar también aquí. Enormes oleadas de inmigración reciente, principalmente procedentes de Rusia, habían incrementado la fracción judía de la población nacional a 3%, cifra no muy inferior a la de la propia Rusia en vísperas de su revolución. Si las élites rusas que gobernaban Rusia habían sido repentinamente derrocadas por revolucionarios judíos, ¿no es obvio que las élites anglosajonas que gobernaban la América anglosajona temían sufrir el mismo destino?
La “Amenaza Roja” de 1919 fue una respuesta, con numerosos inmigrantes radicales como Emma Goldman detenidos y deportados sumariamente. El juicio por el asesinato Sacco-Vanzetti en Boston en 1921, captó la atención nacional, sugiriendo que otros grupos de inmigrantes también eran radicales violentos y podrían aliarse con los judíos en un movimiento revolucionario, tal como lo habían hecho los letones y otras minorías rusas descontentas durante la Revolución Bolchevique. Pero reducir drásticamente la afluencia de estos peligrosos extranjeros era absolutamente esencial, ya que, de lo contrario, su número podría fácilmente aumentar en cientos de miles cada año, incrementando su ya enorme presencia en nuestras ciudades más grandes de la Costa Este.
Reducir drásticamente la inmigración sin duda provocaría un aumento en los salarios de los trabajadores y perjudicaría las ganancias de las empresas. Pero las consideraciones sobre las ganancias son secundarias si teme que Ud. y su familia terminen enfrentándose a un pelotón de fusilamiento bolchevique, o huyendo a Buenos Aires con sólo lo puesto y unas pocas maletas preparadas a toda prisa.
Una evidencia notable que apoya este análisis fue el fracaso posterior del Congreso en promulgar una legislación restrictiva similar que restringiera la inmigración desde México o el resto de Latinoamérica. Los intereses comerciales locales de Texas y el suroeste argumentaron que la continuación de la inmigración mexicana sin restricciones era importante para su éxito económico, ya que los mexicanos eran buenas personas, trabajadores políticamente dóciles, y no representaban una amenaza para la estabilidad del país. Ésto contrastaba claramente con los judíos y otros grupos de inmigrantes europeos.
La mucho menos conocida batalla de principios de la década de 1920 sobre la restricción de la inscripción de judíos en la Ivy League pudo haber sido otra consecuencia. En su magistral volumen de 2005, The Chosen, Jerome Karabel documenta cómo el muy rápido crecimiento del número de judíos en Harvard, Yale, Princeton y otras universidades de la Ivy League se había convertido, a principios de la década de 1920, en una enorme preocupación para las élites anglosajonas que habían establecido esas instituciones y que siempre habían dominado sus cuerpos estudiantiles.
Como resultado, estalló una guerra silenciosa por las admisiones, que involucró influencia política y mediática. Los WASP (White, Anglo Saxon, Protestant) gobernantes buscaban reducir y restringir el número de judíos, mientras que estos luchaban por mantenerlo o expandirlo. Aunque no parece haber rastro documental de referencias directas al enormemente popular periódico nacional ni a los libros publicados por Henry Ford, ni a ningún material similar, es difícil creer que los combatientes académicos no fueran al menos parcialmente conscientes de las teorías sobre un ataque judío a la sociedad gentil que eran tan ampliamente promovidos en aquel entonces. Es fácil imaginar que un respetable brahman (miembro de la primera de las cuatro castas tradicionales de India) de Boston como el presidente de Harvard, A. Lawrence Lowell, considerara su propio “antisemitismo” moderado como un punto intermedio muy razonable entre las escabrosas afirmaciones promovidas por Ford y otros, y las demandas de matrícula judía ilimitada de sus oponentes. De hecho, el propio Karabel señala el impacto social de las publicaciones de Ford como un factor clave en este conflicto académico.
En ese momento, las élites anglosajonas aún dominaban los medios de comunicación. La industria cinematográfica, predominantemente judía, apenas estaba en pañales, al igual que la radio. Mientras tanto, la gran mayoría de los principales medios impresos aún estaban en manos gentiles, los descendientes de los colonos originales de Estados Unidos ganaron esta batalla por la admisión. Pero cuando la batalla fue reanudada un par de décadas después, el panorama estratégico, político y mediático había cambiado por completo, con los judíos alcanzando influencia casi igualitaria en la prensa escrita, y dominio abrumador en los formatos electrónicos más poderosos, como cine, radio y la naciente televisión. Esta vez, salieron victoriosos, rompiendo fácilmente el control de sus antiguos rivales étnicos y, finalmente, logrando dominio casi total sobre esas instituciones de élite.
Irónicamente, el legado cultural más perdurable de la agitación antijudía generalizada de la década de 1920 quizá sea el menos reconocido. Como fuera anteriormente mencionado, los lectores modernos podrían encontrar el texto de Los Protocolos bastante aburrido y soso, casi como si hubiera sido plagiado del monólogo prolijo de uno de los villanos diabólicos de una historia de James Bond. Pero no me sorprendería que existiera una relación causal en la dirección opuesta. Ian Fleming creó este género a principios de la década de 1950 con su serie de best-sellers internacionales, y es interesante especular sobre el origen de sus ideas.
Fleming pasó su juventud durante las décadas de 1920 y 1930, cuando Los Protocolos se encontraban entre los libros más leídos en gran parte de Europa, y los principales periódicos británicos de mayor credibilidad relataban las exitosas conspiraciones de Schiff y otros banqueros judíos internacionales para derrocar al gobierno del aliado zarista de Gran Bretaña, y reemplazarlo con un régimen bolchevique judío. Además, su posterior servicio en una rama de la inteligencia británica seguramente le habría permitido acceder a detalles de esa historia que trascendían con creces esos titulares públicos. Creo que es más que pura coincidencia que dos de sus villanos más memorables de Bond, Goldfinger y Blofeld, tuvieran nombres que sonaban claramente judíos, y que tantas tramas involucren planes de conquista mundial por parte de Spectre, una organización internacional secreta y misteriosa, hostil a todos los gobiernos existentes. Puede que los propios Protocolos estén medio olvidados hoy en día, pero su influencia cultural posiblemente perdure en las películas de Bond, cuya recaudación total de U$S 7.000 millones en taquilla las sitúa como la saga cinematográfica más exitosa de la historia, ajustada por inflación.
La medida en que los hechos históricos establecidos pueden aparecer o desaparecer del mundo debería, sin duda, obligarnos a todos a ser muy cautelosos al creer cualquier cosa que leamos en nuestros libros de texto standard, por no hablar de lo que absorbemos de los medios electrónicos, más efímeros.
En los primeros años de la Revolución Bolchevique, casi nadie cuestionó el papel abrumador de los judíos en ese acontecimiento, ni su similar preponderancia en las finalmente fallidas tomas bolcheviques de poder en Hungría y partes de Alemania. Por ejemplo, el ex ministro británico Winston Churchill denunció en 1920 a los “judíos terroristas” que habían tomado el control de Rusia y otras partes de Europa, señalando que “la mayoría de las figuras principales son judías”, y afirmando que “en las instituciones soviéticas, el predominio de los judíos es aún más asombroso”, a la vez que lamentaba los horrores que estos judíos habían infligido a los sufrientes alemanes y húngaros.
De igual manera, el periodista Robert Wilton, ex corresponsal en Rusia del Times de Londres, ofreció un resumen muy detallado del enorme papel judío en sus libros La Agonía de Rusia (1918) y Los Últimos Días de los Romanov (1920), aunque uno de los capítulos más explícitos de este último fue aparentemente excluido de la edición en inglés. Poco después, los hechos relativos al enorme apoyo financiero brindado a los bolcheviques por banqueros judíos internacionales como Schiff y Aschberg, fueron ampliamente difundidos en los principales medios de comunicación.
Los judíos y el comunismo estaban estrechamente vinculados en Estados Unidos, y durante años el periódico comunista de mayor circulación en nuestro país fue publicado en yiddish. Cuando finalmente fueron publicados, los Desencriptados de Venona [*] demostraron que, incluso en las décadas de 1930 y 1940, una proporción considerable de los espías comunistas estadounidenses provenía de ese origen étnico.
Una anécdota personal tiende a confirmar estos áridos registros históricos. A principios de la década de 2000, almorcé con un anciano y muy eminente informático, con quien trabé cierta amistad. Mientras hablábamos sobre variados asuntos, mencionó casualmente que sus padres habían sido fervientes comunistas, y dado su evidente nombre irlandés, expresé mi sorpresa, diciendo que creía que casi todos los comunistas de aquella época eran judíos. Dijo que sí, pero que aunque su madre tenía ese origen étnico, su padre no, lo que lo convertía en una rara excepción en sus círculos políticos. En consecuencia, el Partido siempre había buscado colocarlo en un papel público lo más destacado posible, sólo para demostrar que no todos los comunistas eran judíos, y aunque obedecía la disciplina del Partido, siempre le irritaba que lo usaran como “símbolo” tal.
Sin embargo, una vez que el comunismo cayó drásticamente en desgracia en los Estados Unidos de la década de 1950, casi todos los principales “anticomunistas”, como el senador Joseph McCarthy, se esforzaron enormemente por ocultar la dimensión étnica del movimiento que combatían. De hecho, muchos años después, Richard Nixon habló en privado y con naturalidad sobre la dificultad que él y otros investigadores anticomunistas habían enfrentado al intentar centrarse en objetivos gentiles, ya que casi todos los presuntos espías soviéticos eran judíos. Cuando esta cinta se hizo pública, su supuesto antisemitismo provocó una polémica mediática, a pesar de que sus comentarios obviamente implicaban exactamente lo contrario.
Este último punto es importante, ya que una vez que el registro histórico ha sido suficientemente blanqueado o reescrito, cualquier resto de la realidad original que sobreviva es a menudo percibido como un extraño delirio, o es denunciado como “teoría conspirativa”. De hecho, incluso hoy en día las siempre divertidas páginas de Wikipedia incluyen un artículo completo de 3.500 palabras que ataca la noción del “bolchevismo judío” como una “patraña antisemita”.
Recuerdo que en la década de 1970, las enormes oleadas de elogios estadounidenses hacia Archipiélago Gulag, obra en tres volúmenes de Aleksander Solzhenitsyn, se vieron repentinamente afectadas cuando alguien notó que sus 2.000 páginas incluían una sola fotografía que mostraba a muchos de los principales administradores del Gulag, junto con un pie de foto que revelaba sus inconfundibles nombres judíos. Este detalle fue considerado como prueba fehaciente del posible antisemitismo del gran autor, ya que la realidad del enorme papel de los judíos en la NKVD [“Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos de la URSS”] y el sistema del Gulag habían desaparecido hacía tiempo de los libros de historia tradicionales.
Otro ejemplo: el reverendo Pat Robertson, destacado telepredicador cristiano, publicó El Nuevo Orden Mundial en 1991, feroz ataque contra los “globalistas ateos”, a quienes consideraba sus mayores enemigos, y que rápidamente se convirtió en gran éxito de ventas nacional. Incluyó un par de menciones breves y algo confusas sobre los U$S 20 millones que el banquero de Wall Street, Jacob Schiff, había suministrado a los comunistas, evitando cuidadosamente cualquier insinuación de un enfoque judío, y sin proporcionar ninguna referencia que respaldara dicha afirmación. Su libro provocó rápidamente una oleada de denuncias y burlas en los medios de comunicación de élite, considerándose la historia de Schiff como la prueba concluyente del antisemitismo delirante de Robertson. No puedo culpar realmente a estos críticos, ya que antes de Internet sólo podían consultar los índices de algunas historias standard de la Revolución Bolchevique, y al no encontrar ninguna mención de Schiff ni de su dinero, naturalmente asumieron que Robertson o su fuente simplemente habían inventado la extraña historia. Yo mismo tuve exactamente la misma reacción en aquel momento.
Sólo después de la muerte del comunismo soviético en 1991, y de que ya no fuera percibido como fuerza hostil, los académicos estadounidenses pudieron publicar de nuevo libros de gran difusión que gradualmente restauraron la verdadera imagen de aquella época. En muchos aspectos, una obra ampliamente elogiada como The Jewish Century, de Yuri Slezkine, publicada en 2004 por Princeton University Press, ofrece una narrativa bastante coherente con las obras olvidadas de Robert Wilton, pero apunta una marcada diferencia con las historias, en gran medida confusas, de los ochenta y tantos años transcurridos.
Hasta hace una docena de años, siempre había asumido vagamente que El Judío Internacional de Henry Ford era una obra de locura política, y Los Protocolos un notorio fraude. Sin embargo, hoy en día, posiblemente consideraría al primero como una fuente potencialmente útil de posibles acontecimientos históricos que, de otro modo, quedarían excluidos de la mayoría de los relatos standard; y al menos reconocería por qué algunos pensarían que el segundo debería merecer un lugar junto a Platón y Machiavelli como un gran clásico del pensamiento político occidental.
[*] Venona: programa de contrainteligencia de Estados Unidos iniciado durante la Segunda Guerra Mundial por el Servicio de Inteligencia de Señales del Ejército de Estados Unidos, posteriormente absorbido por la Agencia de Seguridad Nacional (NSA). Su objetivo era descifrar los mensajes transmitidos por las agencias de inteligencia de la URSS (NKVD, KGB, GRU, etc.). El proyecto fue iniciado cuando la URSS era aliada de Estados Unidos. El programa continuó durante la Guerra Fría, cuando la URSS pasó a ser considerada potencia enemiga.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko