Política de la culpa

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    El historiador Ludwell H. Johnson III argumentó que “la labor del historiador no es juzgar, sino intentar comprender”. Al intentar comprender el pasado, los historiadores enriquecen nuestro patrimonio cultural, y nos ayudan a construir sobre los logros de nuestros predecesores, a la vez que ‒con suerte‒ evitan sus errores. La historia es, por supuesto, un componente vital para comprender el mundo en el que vivimos hoy y los objetivos que debemos perseguir. Pero muchos de los debates que ahora son calificados como “históricos” no tratan de historia en absoluto. Aunque parezcan referirse a hechos históricos, los hechos seleccionados son aquéllos que pueden ser utilizados para inducir culpa. En su libro de 2002 Multiculturalismo y la política de la culpa, Paul Gottfried explica cómo la culpa sirve como arma del “estado terapéutico”. El estado terapéutico identifica nuestras iniquidades, y nos informa sobre cómo expiarlas y transformarnos en ciudadanos modelo. Gottfried ejemplifica el papel del estado en la “modificación del comportamiento social” y la “socialización de los ciudadanos mediante la educación pública y la lucha contra la discriminación”.

    Al contribuir a los esfuerzos del estado por reeducar a los ciudadanos, la culpa consiste en persuadir a la gente de que, en efecto, son verdaderamente malvados y que sólo pueden ser redimidos mediante la intervención estatal. La culpa desempeña un papel clave para convencer a la gente de que la “policía del pensamiento” que restringe la libertad individual, no son los siniestros tiranos descritos por George Orwell, sino que en realidad sólo están ahí para ayudar a todos a evitar ser tan pecadores como sus antepasados. Se explora la historia en busca de ejemplos de culpa colectiva por los pecados del pasado. Gottfried observa que “tales pecados incluyen, entre otros, el sexismo, la homofobia, la esclavitud y un holocausto ya multifuncional, cuya culpa se ha atribuido tanto a la indiferencia judía como a la malicia cristiana”. Gottfried observa que la “corrección” de estos pecados ha resultado en una aceptación cultural generalizada de extensas restricciones a la libertad:

    Hoy en día, en la mayoría de los países occidentales los discursos públicos y las publicaciones escritas que inquietan a las minorías étnicas y raciales han sido criminalizados. Entre los estadounidenses, la ilegalización de entornos y comportamientos que se cree que ofenden a las mujeres, los homosexuales y otras “minorías”, ha tenido el mismo efecto represivo que las numerosas leyes promulgadas contra los “delitos de opinión” en Europa.

    En su ensayo “La culpa santificada”, Murray Newton Rothbard también destaca el papel de la “culpa” en el avance de la tiranía estatal:

    Un breve resumen: culpa por siglos de esclavitud, culpa por la opresión y la violación de mujeres, culpa por el holocausto, culpa por la existencia de las personas con discapacidad, culpa por comer y matar animales, culpa por estar gordo, culpa por no reciclar la basura, culpa por “profanar la Tierra”.

    El argumento no es, por supuesto, que estas cosas sean “buenas” ni que nadie tenga justificación para considerarlas “pecaminosas”, sino que la culpa moral por estos temas es utilizada como arma política para intimidar a la gente y obligarla a apoyar o, al menos, a tolerar la coerción. Existe una distinción moral y ética muy importante entre lo que está mal y lo que el estado debe obligar a todos a hacer o prohibirles. Si valoramos la libertad individual, no podemos respaldar políticas cuyo propósito sea coaccionar a los ciudadanos ‒ni a ningún grupo de ciudadanos‒ mediante la imposición de culpa moral.

    Un ejemplo es el persistente intento de imponer culpa moral en el Sur de Estados Unidos por la esclavitud, abolida en 1865. Se dice que la historia del Sur trata “sobre la esclavitud” o, como mínimo, se exige algún tipo de declaración que “muestre virtudes” sobre la esclavitud en cualquier debate sobre el Sur. Es casi imposible mencionar cualquier aspecto del Sur sin desencadenar automáticamente una moralización superflua sobre los males de la esclavitud. Ésto no es un fenómeno reciente. Ya en 1865, los republicanos radicales comenzaron a interpretar todos los debates políticos sobre el Sur como “sobre la esclavitud”.

    En una asombrosa muestra de “ahora vean lo que nos hicieron hacer”, los republicanos culparon al Sur de la decisión de Lincoln de declararles la guerra; fueron sus propios pecados los que causaron la guerra y la quema de hogares y granjas civiles. Thaddeus Stevens pronunció discursos explicando que el propósito de la Reconstrucción era castigar al Sur por declarar la guerra al Norte, a pesar de que lo único que éste había hecho era separarse. Esta moralización fue trasladada a la “reconstrucción” del Sur. Samuel W. Mitcham cita, como ejemplo de los vínculos ideológicos establecidos con ese fin entre la guerra, la secesión y la Reconstrucción, al historiador marxista James S. Allen:

    La Reconstrucción fue la continuación de la Guerra Civil en una nueva fase, en la que la revolución pasó de la fase de conflicto armado, a una lucha principalmente política que buscaba consolidar el Triunfo del Norte.

    Parte de esta lucha política implicó imponer una culpa moral indefinida al Sur. Las ideas de rebelión y secesión, que siempre habían sido asociadas con el heroísmo en el contexto de la Guerra de Independencia de Estados Unidos ‒sin dejarse intimidar por el hecho de que todas las colonias originales eran “estados esclavistas”‒, ahora eran consideradas perversas e inadmisibles en el contexto de la secesión sureña. Los lectores sabrán que Rothbard consideraba la Guerra de la Independencia del Sur como una guerra justa, y sobre la cuestión de la secesión escribió:

    En 1861, los estados del Sur, creyendo correctamente que sus preciadas instituciones estaban bajo grave amenaza y ataque por parte del gobierno federal, decidieron ejercer su derecho natural, contractual y constitucional de retirarse, a “separarse” de esa Unión. Los estados del Sur, separados, ejercieron entonces su derecho contractual como repúblicas soberanas a unirse en otra confederación: los Estados Confederados de América.

    En sus comentarios sobre la desintegración de Yugoslavia, Rothbard declaró: “¡Que se vayan los secesionistas! ¡Ojalá que todos los intentos de secesión, incluido el del Sur en 1861, recibieran el mismo trato!” Este derecho a retirarse de la Unión se expresó con mayor claridad en la Ordenanza de la Sesión de Florida, que establecía:

    Nosotros, el pueblo del Estado de Florida, reunidos en convención, solemnemente ordenamos, publicamos y declaramos que el Estado de Florida por la presente se retira de la confederación de Estados que existe bajo el nombre de los Estados Unidos de América y del Gobierno actual de dichos Estados; y que toda conexión política entre él y el Gobierno de dichos Estados debe ser, y por la presente queda, totalmente anulada, y dicha Unión de Estados disuelta; y que el Estado de Florida por la presente se declara una nación soberana e independiente; y que todas las ordenanzas adoptadas hasta la fecha, en la medida en que creen o reconozcan dicha Unión, quedan revocadas. Y todas las leyes o partes de leyes vigentes en este Estado, en la medida en que reconozcan o aprueben dicha Unión, quedan, por la presente, derogadas.

    Incluso Abraham Lincoln, aunque posteriormente lo negó cuando el Sur se separó, había defendido previamente el derecho a la secesión. En 1848, declaró:

    Cualquier pueblo, en cualquier lugar, que tenga la inclinación y el poder, tiene derecho a alzarse, sacudirse el gobierno existente, y formar uno nuevo que le convenga más. Este es un derecho valiosísimo, un derecho sagrado, un derecho que, esperamos y creemos, liberará al mundo. Este derecho no se limita a los casos en que todo el pueblo de un gobierno existente pueda optar por ejercerlo. Cualquier parte de ese pueblo que pueda hacerlo, puede alzarse y apropiarse de la parte del territorio que habite. Es más, la mayoría de cualquier parte de ese pueblo puede alzarse, sofocando a una minoría entremezclada con ellos o cercana a ellos, que pueda oponerse a sus movimientos. Dicha minoría fue precisamente el caso de los conservadores de nuestra propia revolución. Una cualidad de las revoluciones es no regirse por viejas líneas o viejas leyes, sino romper con ambas y crear nuevas.

    ¿Por qué el derecho a la secesión fue posteriormente reducido casi por completo a moralizar sobre la culpa y el castigo por la esclavitud? La razón por la que la esclavitud en el sur de Estados Unidos fue convertida en fuente de “culpa eterna” ‒incluso cuando la esclavitud en el norte de Estados Unidos quedó casi completamente olvidada‒ fue porque continuó cumpliendo un propósito político útil. Si la gente ya no está interesada en las plantaciones esclavistas de New England, partes de las cuales son 96% blancas y han olvidado casi por completo que alguna vez fueron estados esclavistas, es inútil intentar culpabilizarlos. Pero a la gente se le recuerda constantemente las plantaciones esclavistas del sur: 56% de la población negra aún vive en el sur, y por lo tanto, es en el sur donde la culpa por la esclavitud es más políticamente evocadora. En este contexto, la culpa colectiva de un tiempo lejano, que responsabiliza a todo un pueblo por los acontecimientos del pasado, todavía rinde frutos políticos para quienes la culpabilizan. Al describir la naturaleza de la culpa colectiva, Rothbard escribió:

    Cabe destacar que esta culpa nunca se limita a individuos específicos, por ejemplo, quienes esclavizaron, asesinaron o violaron a personas. (Me atrevo a decir que quedan muy pocos esclavistas en Estados Unidos hoy en día, ¿digamos un esclavista sureño de 150 años?). La eficacia en inducir la culpa reside precisamente en que ésta no es específica sino colectiva, y se extiende por todo el mundo y, aparentemente, para siempre.

    Los que incitan a la culpa están decididos a que nadie pueda hablar jamás del Viejo Sur sin ser invadido por las advertencias descritas por Rothbard: “dar la debida importancia pública a una larga lista de culpas solemnemente declaradas … La culpa está en todas partes, es omnipresente, y nos la traen los mismos sinvergüenzas que una vez nos prometieron una liberación fácil”. La mejor respuesta a la política de la culpa es estar igualmente decididos a rechazar todas las formas de culpa colectiva, a resistir todos los intentos por inducir culpa moral por los acontecimientos del pasado. Como aconseja Rothbard en “La culpa santificada”:

    Como en todos los demás aspectos de nuestra corrupta cultura, la única manera de salvar el día es enarbolar la bandera y lanzar un ataque frontal y sin cuartel contra los incitadores de culpa de la izquierda. En tal ataque reside la única esperanza de recuperar nuestras vidas y nuestra cultura de estas plagas y tiranos malignos.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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